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Podría ser el guión del enésimo reality show televisivo, pero se trata de un ingenioso experimento científico. Dos grupos de personas, uno en la industrializada Pittsburgh (EE UU) y otro en una zona rural de Zululandia (Sudáfrica), se han intercambiado las dietas durante dos semanas. 20 zulúes dejaron su comida tradicional africana y se alimentaron de hamburguesas del McDonald’s, patatas fritas, perritos calientes y costillas con salsa barbacoa. Al mismo tiempo, 20 estadounidenses de raza negra comenzaban a ingerir básicamente papillas de maíz, arroz, mango y frijoles.
Al final del experimento llegó la sorpresa. Los autores del ensayo, un equipo internacional de científicos, observaron “espectaculares efectos” del cambio de dieta en factores de riesgo de cáncer de colon, una enfermedad responsable de 600.000 muertes cada año en el mundo concentradas en los países ricos.
“Este estudio establece una prueba de concepto sobre el poder de un cambio de dieta”, opina el médico Stephen O’Keefe, director del ensayo. El trabajo confirma algo que ya se sabía: que las dietas pobres en fibra y ricas en grasa y proteína animal aumentan la probabilidad de sufrir un tumor en el intestino grueso. Pero, además, el experimento revela que este fenómeno ocurre en poquísimo tiempo. “Nunca es tarde para modificar la dieta y con ello cambiar el riesgo de cáncer de colon. Se puede hacer, es como dejar de fumar”, recalca O’Keefe, de la Universidad de Pittsburgh.
El investigador recuerda que en Japón existe una baja incidencia de cáncer de colon comparada con la de EE UU. Sin embargo, estudios en japoneses emigrados a Hawái han observado que los extranjeros alcanzaban los mismos porcentajes de tumores en tan solo una generación.
Los estadounidenses que participaron en el nuevo estudio incrementaron su consumo de fibra de 14 a 55 gramos al día y redujeron la ingesta de grasas del 35% al 16% del total de calorías gracias a la comida africana. Mientras, los zulúes con dieta estadounidense pasaban de tomar 66 gramos de fibra al día a tan solo 12 gramos, aumentando el porcentaje de grasas desde el 16% al 52%.
Antes y después del ensayo, los científicos introdujeron una cámara a través del ano de los participantes para observar su intestino grueso y tomaron muestras del colon. “Las señales en la mucosa que preceden a cambios cancerosos ocurren casi al instante tras el cambio de dieta”, detalla O’Keefe.
En solo dos semanas con el menú africano, los estadounidenses presentaban menos inflamación en el colon. Lo contrario ocurrió con los zulúes alimentados con hamburguesas y patatas fritas.
Este estudio establece una prueba de concepto sobre el poder de un cambio de dieta”
El estudio, que se publica hoy en la revista Nature Communications, sugiere que las bacterias presentes en el aparato digestivo desempeñan un papel fundamental en los vaivenes del riesgo de cáncer de colon. Desde un punto de vista estricto, una persona es humana en un 10% y bacteriana en un 90%. Por cada célula humana en una persona hay nueve bacterias. En el intestino, los microbios degradan la fibra y producen butirato, un compuesto químico con propiedades antitumorales.
El oncólogo Pedro Pérez, coordinador de la Alianza para la Prevención del Cáncer de Colon en España, cree que el nuevo trabajo ofrece “datos muy interesantes, como que los cambios celulares se produzcan desde el minuto 1”, pero pide estudios en poblaciones más amplias. “Ahora hay que ver si las conclusiones son ciertas con miles de pacientes”, sostiene con cautela.
“Este trabajo pone en evidencia de forma muy elegante algo que ya sabíamos: que la dieta es suficientemente poderosa como para inducir cambios en el riesgo de cáncer, independientemente de que haya un trasplante ambiental [un cambio de lugar de residencia]”, afirma el médico Fernando Carballo, presidente de la Sociedad Española de Patología Digestiva.
“La comida con grasa no es un veneno, pero supone un incremento del riesgo de cáncer. Hay que seguir una dieta saludable: más proteína vegetal, menos grasas y proteínas animales, más cereales y más verduras”, aconseja.
En la actualidad, el aceite de pescado es el tercer complemento dietético más consumido en Estados Unidos después de las vitaminas y los minerales, según un informe reciente de los Institutos Nacionales de Salud. Al menos un 10% de los estadounidenses toma aceite de pescado con regularidad, y en su mayoría creen que los ácidos grasos omega-3 de los complementos protegen su salud cardiovascular.
Pero existe un gran problema: buena parte de los ensayos clínicos realizados con aceite de pescado no han hallado pruebas de que reduzca el peligro de infarto y embolia.
A excepción de dos, todos los estudios descubrieron que, en comparación con el placebo, el aceite de pescado no mostraba beneficio alguno
Entre 2005 y 2012, importantes revistas de medicina publicaron al menos 25 estudios rigurosos sobre el aceite de pescado, la mayoría de los cuales investigaban si dicho producto podía impedir accidentes cardiovasculares en poblaciones de alto riesgo. Se trataba de personas con un historial de cardiopatía o factores marcados de riesgo, como un colesterol alto, hipertensión o diabetes tipo 2.
A excepción de dos, todos los estudios descubrieron que, en comparación con el placebo, el aceite de pescado no mostraba beneficio alguno.
Sin embargo, durante esos años, las ventas de aceite de pescado ascendieron a más del doble, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, señala Andrew Grey, catedrático adjunto de medicina en la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, y autor de un estudio sobre el producto publicado en 2014 en JAMA Internal Medicine.
“Existe una importante desconexión”, afirma Grey. “Las ventas están aumentando pese a la progresiva acumulación de ensayos que no muestran ningún efecto”.
Existen buenos motivos, al menos en teoría, por los que el aceite de pescado debería mejorar la salud cardiovascular. La mayoría de los complementos de aceite de pescado son ricos en dos ácidos grasos omega-3 –el ácido eicosapentaenoico (EPA) y el docosahexaenoico (DHA)– que pueden fluidificar la sangre, como la aspirina, que tiene la capacidad de reducir la posibilidad de trombos. Los omega-3 también pueden mitigar inflamaciones, que influyen en la ateroesclerosis. Y la Administración de Alimentos y Medicamentos ha aprobado al menos tres tipos de fármacos de aceite de pescado -Vascepa, Lovaza y una versión genérica- para el tratamiento de triglicéridos muy elevados, un factor de riesgo en cardiopatías.
Pero estas propiedades de los ácidos grasos omega-3 no se han traducido en beneficios notables en la mayoría de los ensayos clínicos.
Las ventas están aumentando pese a la progresiva acumulación de ensayos que no muestran ningún efecto”
Parte del entusiasmo inicial por el aceite de pescado se remonta a estudios realizados en los años setenta por los científicos daneses Hans Olaf Bang y Jorn Dyerberg, que determinaron que los esquimales que vivían en el norte de Groenlandia presentaban unos índices considerablemente más bajos de enfermedades cardiovasculares, cosa que atribuyeron a una dieta rica en omega 3 que consistía principalmente en pescado, foca y grasa de ballena. George Fodor, cardiólogo de la Universidad de Ottawa, destacaba los errores de muchos de estos primeros estudios, y llegó a la conclusión de que el índice de cardiopatías entre los esquimales había sido enormemente infravalorado. Pero el aura de los aceites de pescado persiste.
Los argumentos a favor del aceite de pescado recibieron un espaldarazo gracias a varios estudios llevados a cabo en los años noventa, entre ellos un ensayo italiano que descubrió que los supervivientes de infartos que fueron tratados con un gramo diario de aceite de pescado presentaban índices más bajos de mortalidad que aquellos que tomaron vitamina E. Dichos hallazgos llevaron a grupos como la Asociación Estadounidense de Cardiología a recomendar el aceite de pescado hace aproximadamente una década, ya que era una manera de que los pacientes introdujeran más omega 3 en su dieta.
“Pero desde entonces ha habido un aluvión de estudios según los cuales no presentan ningún beneficio”, señala James Stein, director de cardiología preventiva en los Hospitales y Clínicas de la Universidad de Wisconsin. Entre ellos hubo un ensayo clínico con 12.000 personas, publicado en The New England Journal of Medicine en 2013, que descubrió que un gramo de aceite de pescado diario no disminuía la tasa de mortalidad por infarto y embolia en gente con síntomas de ateroesclerosis.
“Creo que, ahora mismo, podemos dar por terminada la era del aceite de pescado como medicación”, afirma el principal autor del estudio, Gianni Tognoni, del Instituto de Investigación Farmacológica de Milán.
Según Stein, los primeros estudios sobre el aceite de pescado se realizaron en una época en que las enfermedades cardiovasculares se trataban de manera muy distinta a hoy en día y se utilizaban muchas menos estatinas, beta bloqueadores, anticoagulantes y otros tratamientos intensivos. Por tanto, dice, aunque el efecto del aceite de pescado fuese menor, debía de ser más perceptible.
Creo que, ahora mismo, podemos dar por terminada la era del aceite de pescado como medicación”
“En la actualidad, el nivel de atención es tan bueno que añadir algo tan pequeño como una cápsula de aceite de pescado no supone ninguna diferencia”, afirma. “Es difícil mejorarlo con una intervención que no sea muy fuerte”.
Asimismo, Stein advierte de que el aceite de pescado puede ser peligroso cuando se combina con aspirina u otros anticoagulantes. “Con mucha frecuencia, vemos a gente que toma aspirina o una superaspirina’en combinación con aceite de pescado, y les salen moratones y sufren hemorragias nasales con suma facilidad”, señala. “Y cuando interrumpimos el consumo de aceite de pescado, mejoran”.
Como muchos cardiólogos, Stein anima a sus pacientes a evitar los complementos de aceite de pescado y a consumir pescados grasos al menos dos veces por semana, siguiendo las directrices federales sobre una ingesta segura de pescado, ya que contiene varios nutrientes saludables y no solo EPA y DHA. “No recomendamos el aceite a menos que la persona no incluya absolutamente nada de pescado en su dieta”, remacha Stein.
Pero algunos expertos dicen que la defensa del aceite de pescado sigue abierta. JoAnn Manson, jefa de medicina preventiva en el Hospital Brigham and Women’s de Boston, asegura que los grandes ensayos clínicos sobre el aceite de pescado se centraron solo en personas que ya padecían cardiopatías o corrían un riesgo muy alto de sufrirlas. También se ha promocionado el aceite de pescado para la prevención de otras enfermedades, entre ellas el cáncer, el alzhéimer y la depresión.
Manson está dirigiendo un ensayo clínico de cinco años conocido como estudio Vital, en el que participan 26.000 personas más representativas de la población general. Dicho ensayo, cuya finalización está prevista para el año que viene, determinará si el aceite de pescado y la vitamina D, por separado o combinados, tienen algún efecto en la prevención a largo plazo de la cardiopatía, la diabetes tipo 2 y otras afecciones en personas que no presentan muchos factores de riesgo relevantes.
Aunque Manson primero recomienda comer pescado graso, no suele impedir que la gente consuma el aceite, en parte porque no parece tener grandes efectos secundarios en personas en general sanas.
“Pero creo que la gente debería darse cuenta de que todavía no hay consenso”, precisa, “y de que es posible que esté gastando mucho dinero en esos complementos sin obtener ningún beneficio”.
© 2015 New York Times Service.
Traducción de News Clips.