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Pol Espargaró inicia una colaboración con la compañía oftalmológica líder en Europa. Ambos comparten una misma visión en favor de la prevención y la seguridad vial de los motoristas. Y juntos lucharán por la misma ilusión: ver el Mundial desde arriba. El Gran Premio de España, primera prueba europea del Mundial de MotoGP, será la ocasión perfecta para presentar la colaboración entre Clínica Baviera y Pol. Una unión que va a llegar lejos.
Con este acuerdo, Clínica Baviera refuerza su compromiso con el deporte de las dos ruedas y con la seguridad de los motoristas dentro y fuera del circuito. Diversos estudios manifiestan la importancia de los controles oftalmológicos periódicos así como de una buena protección visual para evitar riesgos en la conducción. Cuando conducimos, el 90% de la información que recibimos nos llega a través de la vista. El riesgo de accidente sobre una motocicleta es tres veces superior que en cualquier otro vehículo, lo que obliga a extremar la prudencia y a protegerse correctamente, cabeza, cuerpo y ojos.
Como piloto profesional y consciente de estos riesgos, Pol ha confiado su salud visual a Clínica Baviera: “Estoy encantado con esta nueva colaboración porque la vista es el sentido más importante cuando estás sobre la moto y ellos son especialistas en cuidar de nuestros ojos. En la carretera y en la vida diaria hay que verlo todo a la perfección, por eso debemos poner nuestra salud visual en manos de los mejores médicos. La semana pasada estuve en Clínica Baviera haciéndome una revisión y estoy perfecto. Así que no hay excusa. En esta nueva temporada del Mundial tenemos posibilidades de hacer un buen papel. ¡Ya lo estoy viendo!”.
Con motivo de esta colaboración, Clínica Baviera ofrece a sus seguidores en redes sociales la posibilidad de vivir la emoción de las carreras desde dentro, conocer y compartir opiniones con Pol Espargaró, acceder a sus impresiones sobre cada carrera en exclusiva y ganar premios personalizados por el propio piloto.
El 6 de noviembre de 2013 Federico Bastiani festejó su cumpleaños en el bar de la esquina de su casa con 50 desconocidos. Dos meses antes, este italiano graduado en Economía que vive en Bolonia había creado un grupo cerrado de Facebook a través del cual convocaba a sus vecinos: quería conocerlos, conversar con ellos, descubrir qué tenían en común, cómo se podían ayudar si fuera necesario. “Vivía desde hacía tres años en una calle histórica de Bolonia, via Fondazza, donde residió el pintor Giorgio Morandi, y no conocía a nadie”, cuenta Federico, 37 años, casado con una sudafricana y padre de Matteo, de tres. “Crecí en un pueblo pequeño de la provincia de Lucca y en mi manzana conocía a todo el mundo. Si faltaba la sal no era un problema bajar las escaleras y tocarle el timbre al vecino. Hace 10 años, me mudé a Bolonia y me di cuenta de que el mecanismo de relaciones humanas era diferente. Había mucha desconfianza, a veces hasta indiferencia”.
“Tu app debe ser rápida, sencilla y que despierte confianza”
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¿Qué esperar de la conferencia de Facebook?
La primera semana de septiembre de 2013 Federico creó el grupo cerrado Residentes de via Fondazza, estampó carteles y los pegó en su manzana. En dos semanas los inscritos eran ya 93. Nació así lo que Bastiani bautizó como Social Street (calle social), un modo simple y económico de reconstruir el sentido de comunidad en la ciudad, socializando con los propios vecinos. Aperitivos, intercambio de consejos y favores, salidas deportivas, encuentros culturales en la biblioteca, conciertos en la iglesia de la esquina y veladas con los vecinos más antiguos de la calle para que cuenten cómo era el barrio hace años. “El objetivo de la Social Street es instaurar relaciones de vecindad, recrear un sentido de comunidad en una calle, trabajar sobre los vínculos, crear confianza entre las personas, sentirse parte del lugar donde se vive”, enumera Bastiani. “La fuerza de la Social Street está justamente en la informalidad de este movimiento donde no circula dinero y donde los mecanismos de funcionamiento se basan en la economía del donar. La potencia está en volver a saludarse, a hablarse, a mirarse a los ojos. Así es como se crea el capital social”.
El movimiento arrancó en Bolonia, donde el grupo sumó en 15 días a 93 personas
La Social Street de via Fondazza se multiplicó en toda Italia y es un modelo que ha germinado, por ahora, también en Francia, Portugal, Nueva Zelanda, Croacia y Brasil. “Para pasar del virtual de Facebook al real de la calle bastó poco, apenas bajar las escaleras”, dice Bastiani. “Tuve la simple idea de usar una red social para reconstruir un sentido de comunidad, y se convirtió en viral”. Hoy hay unas 365 Social Street en todo el mundo que involucran a unas 20.000 personas que apuestan por la sociabilidad con sus vecinos sin nada a cambio. “Lo que me conmueve es el entusiasmo de las personas en el intento por mejorar el ambiente donde viven partiendo de pequeños proyectos que tienen como fin último reconstruir el capital social de una ciudad”, sostiene.
Mientras los sociólogos debatían sobre si estábamos ante un nuevo movimiento social o era solo un fenómeno emergente y pasajero, Bastiani elaboró un manifiesto al que ya se han adherido voces prestigiosas como el sociólogo Anthony Giddens, el antropólogo Marc Augé y Rob Hopkins, el fundador de la Transition Town, entre otros intelectuales. “No sé qué futuro tendrá Social Street. Hay quienes piensan que todo terminará. Pero aun en este caso muchas personas podrán decir que han conocido a sus vecinos, que han vivido una bella aventura y que les han quedado lindos recuerdos. O bien Social Street podrá continuar y tener vida propia, aunque sea solo a nivel virtual”.
Alicia Ann Lynch, una joven estadounidense de 22 años, colgó en Twitter una fotografía en donde aparecía disfrazada para una fiesta de Halloween. El disfraz era una simpleza que tendría insondables consecuencias; aparecía en chándal, con la cara y los miembros embadurnados de pintura roja, como si hubiera sangrado profusamente, y un título que muy pronto le granjearía un linchamiento en las redes sociales: “Víctima del maratón de Boston”. El referente de aquel gracejo era la bomba que, en abril de 2013, interrumpió violentamente aquella famosa carrera, causando tres muertos, 282 personas heridas y la huella indeleble de un atentado terrorista en la ciudad. La inconsciencia y el mal gusto de Lynch y la torpeza que entrañaba publicar esa fotografía dispararon el morbo de sus escasos seguidores en Twitter y los retuits de estos consiguieron que en unas horas la joven recibiera miles de insultos y mensajes de una dureza que no admitía ninguna réplica, como este que le envío una víctima del trágico maratón: “Deberías estar avergonzada. Mi madre perdió las dos piernas y yo casi muero”.
El linchamiento virtual pronto ganó consistencia real y la joven tuvo que recluirse en su casa, y unos días más tarde el jefe de la oficina en la que trabajaba, abrumado por la presión de las redes sociales, la despidió. Disfrazarse así no tiene ninguna gracia y publicar la fotografía constituye un gesto deleznable, pero ¿qué hubiera pasado con Alicia Ann Lynch si hubiera hecho la misma broma, con la misma foto, en 1970, antes de la Red? La foto la habrían visto solo sus amigos y su jefe difícilmente la hubiera despedido por esa broma de mal gusto pero de alcance exclusivamente doméstico. El caso es interesante porque evidencia cómo las redes sociales magnifican episodios que, sin esa difusión masiva, hubieran sido mucho menos importantes.
En la fotografía que colgó Alicia Ann Lynch en Twitter, habría que separar el hecho de su difusión masiva
En 1932 fue secuestrado el bebé de Charles Lindbergh, el célebre piloto que cruzó por primera vez en avión, en 1927, el océano Atlántico. Lindbergh era un héroe nacional y el secuestro de su hijo tuvo en vilo, durante dos meses, a la sociedad estadounidense; hasta que un día trágico fue descubierto el cadáver del niño. Unos meses más tarde, cuando el bebé Lindbergh seguía siendo un tema recurrente, el pintor Salvador Dalí, que había inaugurado con mucho éxito una exposición en Nueva York, fue invitado a una fiesta de disfraces a la que acudió la crema y nata de Manhattan. Dalí y Gala, su mujer, asistieron disfrazados, para escándalo de los invitados, del bebé Lindbergh y de su secuestrador. Aquella broma violenta no pasó de alterar a los invitados y a algunos lectores de los periódicos que consignaron la última excentricidad del pintor. En la biografía de Dalí el incidente de la fiesta de disfraces es un episodio menor, una broma de mal gusto que se parece a la ocurrencia de la joven que se disfrazó de víctima del maratón de Boston, salvo porque en la época de Dalí no había ni redes sociales ni televisión para magnificar su imprudencia y su broma quedó en eso, en una boutade; pero si esto hubiera ocurrido en este siglo, Dalí probablemente se hubiera quedado sin galeristas, hubiera sufrido un gravoso boicoteo y habría tenido que maniobrar para que no se hundiera su carrera.
En la fotografía que colgó Alicia Ann Lynch en Twitter, habría que separar el hecho de su difusión masiva, de su multiplicación exponencial en la Red. Pero esto, de momento, es complicado, porque a los internautas les encanta el linchamiento y, sobre esta penosa pulsión tan propia del siglo XXI, nadie ha tenido tiempo de legislar.
Recientemente han aparecido en inglés dos ensayos sobre este inquietante tema, que es otra de esas zonas oscuras que tiene ese invento luminoso que es Internet: So you’ve been publicly shamed (Has sido avergonzado públicamente), de Jon Ronson, e Is shame necessary? New uses for an old tool (¿Es necesaria la vergüenza?, los nuevos usos de una vieja herramienta), de Jennifer Jacquet. Los dos ensayos tratan de la dimensión contemporánea de la vergüenza, del desprestigio y del escarnio, que se salen de proporción cuando se amplifican en las redes sociales; cualquier descuido, desliz o tontería, que hace cuarenta años hubiera producido un rato de incomodidad o un momento de rubor, hoy, esa misma tontería magnificada por Twitter o por Facebook puede generar un linchamiento que le arruine la vida al tonto.
Los casos de linchamiento virtual, de vergüenza pública masiva abundan; todo el tiempo los internautas linchan a políticos, cantantes, futbolistas y banqueros, personajes que están expuestos permanentemente al ojo público y que, por tanto, están habituados a lidiar con el odio y el desprecio de la masa tuitera; pero el asunto cambia cuando el linchamiento va dirigido a una persona normal, que se vuelve súbitamente famosa como la joven que se disfrazó de víctima del maratón de Boston, o como el caso de Justine Sacco, un episodio emblemático que Jon Ronson desmenuza en su libro. Sacco se fue de viaje a Sudáfrica a visitar a unos familiares y, mientras abordaba el avión en Nueva York, dio rienda suelta a su locuacidad tuitera y comenzó a lanzar mensajes, algunos muy ofensivos, para su modesta parroquia de 170 seguidores. En su escala en Londres lanzó un mensaje desgraciado que iba a cambiarle la vida: “Voy a África. Espero no coger el sida. Es broma. Soy blanca”.
Sacco pasó las siguientes once horas volando hacia su destino y, cuando aterrizó en Ciudad del Cabo y conectó su móvil, se encontró con un diluvio de mensajes, de insultos y también de condolencias que le escribían sus conocidos; mientras trataba de asimilar lo que sucedía, recibió una llamada de su mejor amiga que le decía que su mensaje sobre el sida era trending topic mundial, es decir, el mensaje más reproducido en Twitter en las últimas horas. Inmediatamente después llamó su jefe que, presionado por el escándalo que había en las redes sociales, sobre esa mujer ejecutiva que acababa de demostrar su ignorancia y su racismo al mundo, no tenía más remedio que despedirla de la dirección que ocupaba en una importante firma de comunicación de Nueva York. Mientras Sacco volaba hacia Cape Town, una etiqueta, un hashtag, sobrevolaba Twitter: #yaaterrizójustine? Decenas de miles de personas esperaban el momento en que Justine, que tenía solo 170 seguidores cuando despegó de Londres, aterrizara en Sudáfrica y viera el lío en que se había metido. Un espontáneo fue al aeropuerto, fotografió a Sacco, con unas aparatosas gafas, pasmada, mirando la pantalla de su teléfono y la tuiteó con el siguiente mensaje: “Sí, de hecho Justine ha aterrizado en el aeropuerto de Ciudad del Cabo. Ha decidido disfrazarse con unas gafas oscuras”.
La vida de Justine Sacco quedó hecha trizas. Jon Ronson cuenta en su libro, a partir de una serie de conversaciones que tuvo con ella a su regreso a Nueva York, los detalles de su descenso a los infiernos. Sacco publicó un comentario racista e idiota, pero la penalización que se le impuso desde las redes sociales parece excesiva. Quizá, para empezar a establecer un marco civilizado de convivencia en Internet, habría que desterrar la idea de que eso que sucede en el ciberespacio es realidad virtual, y que, a pesar de su naturaleza intangible, debe ser considerada, tratada y legislada de la misma forma en que se hace con la dura, y muy tangible, realidad.
La contraseña, una combinación de números y letras, a veces incluso signos difíciles de recordar para hacerla más segura, comienza a diluirse. Apple fue la primera en incluir un sensor de huellas dactilares en sus móviles. Yahoo! acaba de anunciar su intención de cambiar la forma en que se accede a sus cuentas de correo. Samsung y Qualcomm quieren que los sensores estén distribuidos por todo el móvil, para que baste con tomarlo en la mano para comenzar a funcionar de manera segura. Windows 10 va un paso más allá. Aunque son diversos los experimentos, Microsoft ha sido la primera en llevarlo al mercado de consumo.
Joe Belfiore, el máximo responsable del próximo sistema operativo de Microsoft, ha desvelado el funcionamiento de Windows Hello, como han llamado al sistema de acceso usando patrones biométricos en lugar de la combinación que se teclea normalmente.
“Con solo mostrar tu cara o tocar con el dedo el sensor, los aparatos con Windows 10 te reconocerán. No solo es más sencillo, sino más seguro. La contraseña ya no está en el servidor o el aparato que usas”, explica el directivo.
El sistema sirve tanto para abrir sesión en el móvil y el ordenador, como para acceder a aplicaciones de pago o la intranet de la empresa. “Las contraseñas son uno de los puntos de seguridad que hay que mejorar. Usar tu cara, tu iris y tus huellas dactilares”, insiste.
Sin embargo, no todos los aparatos incluyen el sensor y es precisamente ahí donde Microsoft trabaja, empujando a los fabricantes de móviles y tabletas, también de ordenadores híbridos como su Surface, que tampoco cuenta con esta opción, a incluirlo.
Belfiore defiende que Windows Hello será seguro, incluso si se prescinde del sensor: “Usamos una combinación de software y hardware avanzada, que sabe discernir, que distingue si lo que tiene ante sí eres tú o una foto tuya puesta por alguien que te quiere suplantar”. Para ello, las cámaras adaptadas a Windows Hello usarán infrarrojos para escanear la cara y el iris aunque las condiciones de luz no sean óptimas.
El funcionamiento de este servicio, que estará listo para el estreno del sistema operativo, comenzará con el estreno del móvil, tableta u ordenador que use este software. Primero con una combinación de números, hasta que los sensores biométricos creen un patrón lo suficientemente certero. Después, ofrecerá el acceso a diferentes webs compatibles con sus sistema. No se han desvelado nombres, pero se sobreentiende que serán bancos, webs de comercio electrónicos, contenidos en la nube personal o profesional y redes sociales.