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¿Por qué los mosquitos prefieren picar a algunas personas?

Mucha gente sospecha que su sangre tiene un bouquet muy especial para los mosquitos porque amanecen cubiertos de picaduras mientras a sus compañeros de habitación ni les tocan. Para estas personas, la buena noticia es que los científicos están un paso más cerca de saber por qué sufren tantos picotazos; la mala, que sus hijos herederán este calvario. Porque según un estudio que se conoce hoy, nuestra genética sería el factor determinante en la elección de menú de los mosquitos. La importancia de este asunto, en un mundo en el que millones de personas mueren por enfermedades transmitidas por estos insectos, va mucho más allá del martirio de molestas noches de verano.

Los científicos especulan si algunas personas están desarrollando en sus genes una defensa natural frente a las picaduras

La clave para el hallazgo han sido casi cuarenta parejas de gemelas a las que se ha expuesto a la picadura de los mosquitos. De estas, 18 eran gemelas idénticas —que comparten el 100% de sus genes— y 19 mellizas, para comprobar si su genética determinaba el comportamiendo de los mosquitos. Los mosquitos sí mostraron preferencia entre alguna de las mellizas, mientras que elegían con el mismo interés a las gemelas idénticas, lo cual indica que ahí podría estar la clave. La conclusión es muy clara, según los científicos de las universidades de Londres, Florida y Nottingham que han realizado el estudio: «Nuestros resultados demuestran un componente genético subyacente al tipo de olor humano, una diferencia genética que es detectable por los mosquitos a través de nuestro olor y que se utiliza durante la selección de la persona».

Estudios previos habían mostrado que esencialmente es el olor corporal el elemento clave que atrae a los mosquitos hacia las personas. También se sabía que este atractivo puede variar en función de otros factores: por ejemplo, beber cerveza parece atraer más las picaduras. Estos insectos también se sienten atraídos por la temperatura corporal, el sudor, la emisión de CO2, la ropa de colores oscuros, las bacterias de la piel y las embarazadas, por ejemplo, según han mostrado otros trabajos científicos. Sin embargo, si los mosquitos se encontraran a dos personas tomando cerveza en una terraza, en las mismas condiciones, seguirían teniendo preferencia por una de las dos. Ahora tenemos una buena prueba de que es un regalo de sus padres, vía genes, lo que provoca que algunos se tengan que rascar más.

Mosquitos y picaduras

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De los 400 tipos de compuestos que exudan las personas, el 85% tienen un origen genético, pero identificar la combinación que atrae a los mosquitos es una tarea muy complicada. «El siguiente paso es seguir trabajando para determinar los genes implicados en el control del olor corporal que manipula el comportamiento del mosquito», explica James Logan, líder de este estudio que se publica hoy en PLoS ONE. La sangre es un elemento esencial en el ciclo vital de la mayoría de las especies de mosquitos ya que proporcionan a las hembras las proteínas necesarias para producir huevos.

Los investigadores sugieren en su trabajo que quizá la diferencia no se deba tanto a que algunas personas atraen más a estos insectos por reacciones metabólicas sino que, al contrario, algunas estarían desarrollando en sus genes una estrategia de defensa natural que las protege frente a las picaduras, que han sido un notorio vector de transmisión de enfermedades desde hace millones de años.

Podríamos desarrollar un fármaco que aumente la producción natural de repelentes en el cuerpo», asegura el investigador

Todas las gemelas voluntarias escogidas para el estudio habían superado la menopausia, para evitar que factores como el ciclo menstrual influyera en los mosquitos, y se les pidió que no tomaran cerveza, ajo y cebolla para que no surgieran olores específicos que modificaran su comportamiento. Aun así, la muestra es pequeña para dar los resultados como definitivos. La correlación entre las gemelas idénticas es tan alta, sin embargo, que implicaría que la atracción ejercida sobre los mosquitos es tan hereditaria como la altura, uno de los rasgos genéticos más marcados.

«La información de este estudio nos dice más acerca de cómo los mosquitos interactúan con nosotros», asegura Logan, director del Centro de Pruebas para el Control de Artrópodos de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres. «Cuando identifiquemos los genes implicados seremos capaces de examinar a las personas para determinar su nivel de riesgo ante las picaduras de mosquitos y podríamos desarrollar un fármaco que aumente la producción natural de repelentes en el cuerpo y, por lo tanto, minimizar la necesidad de usar repelentes sobre la piel», afirma. Los mosquitos contagian cada año a millones de personas enfermedades como la malaria y el dengue en todo el mundo, especialmente en países en los que el acceso a cuidados médicos es más problemático.

Estudio

Heritability of Attractiveness to Mosquitoes – DOI:10.1371/journal.pone.0122716

Échele la culpa al cerebro

Lo siento cariño, había bebido mucho, no sabía lo que hacía”. Hace tiempo que este argumento perdió validez como excusa. Apréndase esta frase: “Lo siento cariño, la amígdala y el estriado ventral de mi cerebro estaban hiperactivados, la ínsula no fue capaz de inhibir mi conducta… Yo no tenía elección”, puede servir como pretexto ante su pareja por haber sido infiel y en algunos casos, hasta librarles de la cárcel.

Queremos saber, comprender, explicar. El avance en las técnicas para el estudio del funcionamiento cerebral está proporcionando un fecundo caldo de cultivo que invita a querer interpretar no solo cómo funciona el cerebro, sino también la mente, la conducta y hasta los valores. Dónde reside la maldad, la bondad, el amor, el odio… Y la responsabilidad. La sociedad pide explicaciones y la neurociencia nos ayuda a proporcionar algunas respuestas, y entonces surgen los problemas: querer saber más de lo que la neurociencia nos puede explicar, responder a preguntas que no siempre tienen respuesta.

En los tribunales, se está prodigando la defensa de un acto delictivo basada en alteraciones cerebrales —la mayoría inespecíficas— amparándose en la ciencia, viniendo casi a decir que no fue la persona la que cometió el acto, sino su cerebro dañado. Con una buena argumentación y la confianza en la pericia neurocientífica, un juez puede llegar a la conclusión de que, efectivamente, esta persona sentada en el banquillo no es culpable. En un caso reciente, un hombre acusado de agredir a otro intentó librarse presentando una exploración en la que se observaba una malformación arteriovenosa en el cerebelo con el fin de demostrar que existía una relación causa-efecto entre el daño y el delito. No le sirvió de mucho. Fue condenado. Lo que no se debe olvidar es que lo que se estudia en neurociencia es el cerebro y sus reacciones ante diferentes estímulos, pero la mente es mucho más que eso. Procesos mentales complejos como la toma de decisiones difícilmente podrán ser localizados entre las redes del cerebro.

La mente, la interacción entre cerebro, ambiente y psique, es imposible de controlar en condiciones de laboratorio. En neurociencia cognitiva —área de conocimiento dedicada al estudio de la mente en cuanto al equivalente cerebral, diseño de estudios y control de los factores ambientales que queremos conocer— sabemos que, por más que intentemos ser rigurosos, habrá factores que influyan directamente en la toma de decisiones y que no podremos controlar. Saber que estamos siendo estudiados es en sí mismo un factor influyente (si no determinante) en la decisión que tomemos. Y estudiar el funcionamiento cerebral y el proceso de toma de decisiones de una persona sin que esta lo sepa no se puede siquiera tener en cuenta como posibilidad, desde el punto de vista de la bioética. Se podría pedir a una persona que portara voluntariamente un implante intracraneal de detección de la función cerebral (ciencia ficción) sin que esta supiera el objeto de estudio. Pero en cualquier caso sabría que lo lleva y eso ya es un condicionante.
No se trata de cuestionar la validez de los avances en neurociencia, desestimarlos ni tachar sus argumentos de falaces; a esta disciplina le queda un largo recorrido y con sus hallazgos seremos capaces de comprender mejor (incluso tratar) aspectos patológicos de la conducta humana. Pero conviene aceptar que algunas cosas nunca las llegaremos a saber; bien porque no debemos o porque no podemos.

Si con el surgimiento de técnicas de estudio del ADN se empezó a hablar de determinismo genético, en los últimos años se habla de determinismo cerebral, lo que implicaría despojar al ser humano de su capacidad de decisión.

La neuroimagen cognitiva ofrece la tentación de saber qué sucede en los cerebros de personas que actúan de forma diferente a lo que considera normal la sociedad y, por ende, el investigador que los diseña. Pero aquí ya nos encontramos ante un importante sesgo: estudiamos a personas con comportamientos diferentes. Y si tienen comportamientos distintos, obviamente su cerebro funciona de manera diferente.

Cuando hablamos de actos humanos no solo hablamos de los estímulos cerebrales, sino de asuntos mucho más complejos. Y una de las claves está en la responsabilidad. Según la acepción primera del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “cualidad de responsable (obligado a responder de algo o por alguien. Dicho de una persona: que pone atención en lo que hace o decide)”. En su acepción segunda se alude a la responsabilidad legal: “Deuda, obligación de reparar y satisfacer, por sí o por otra persona, a consecuencia de un delito, de una culpa o de otra causa legal” y en su acepción tercera a la base moral: “Cargo u obligación moral que resulta para alguien del posible yerro en cosa o asunto determinado”.

¿Hallará la neurociencia las áreas cerebrales encargadas de la responsabilidad? Tal vez ni siquiera existan tales zonas. La responsabilidad obedece a muchos factores, tan diversos como la empatía, el momento, la ideología, los principios morales, la ética, las normas, la sensación de amenaza, el miedo, el hambre, la cultura, las costumbres, el deseo, la madurez. La lista podría ser interminable y ninguno de esos factores determinan de forma absolta la responsabilidad del ser humano en el acto humano. Dicho de otro modo, y por emplear el símil cinéfilo: la relación de causalidad que existe entre la justificación de tener una ideología republicana como consecuencia de la falta de riego cerebral por la presencia de un trombo (Todos dicen I love you, Woody Allen, 1996) es equivalente a considerar que la causa de estar condenado al infierno es haber inventado los muebles de metacrilato (Desmontando a Harry, Woody Allen, 1997). La ideología, como el acto humano, es algo infinitamente más complejo.

Por todo ello, resultan peligrosos los titulares que presumen de haber hallado que no existe la maldad, que nos encontramos ante “cerebros enfermos”, porque a día de hoy lo único que han demostrado es que nos encontramos ante “cerebros que funcionan de una manera diferente”, como es seguro que funcionan de modo distinto los cerebros de los grandes pintores, escritores, poetas, estrategas o atletas.

Por supuesto, hay lesiones cerebrales; cerebros que no es que funcionen de manera diferente, sino que funcionan mal, ya sea por una enfermedad (demencia, trastornos mentales y alteraciones del comportamiento causadas por lesiones cerebrales anatómicas) o porque no están correctamente desarrollados (como sucede en la infancia o en algunos trastornos del neurodesarrollo). Esas limitaciones en ocasiones explican comportamientos incomprensibles, inmorales y hasta delictivos. Son lesiones que pueden llegar a privar de libertad al individuo por lo que su comportamiento no se considera ya un “acto humano”. Podremos en algunos casos detectar que la persona no estaba tomando una decisión o la estaba tomando incluso en contra de su propia voluntad, pero es la conducta y la exploración especializada de la persona la que nos dirá hasta qué punto esa patología podría privar de libertad al individuo y, aún así, siempre nos quedarán dudas.

Tal vez Rita Hayworth en su papel de Gilda (Charles Vidor, 1946) habría tenido a alguien mejor que a Mame para buscar un responsable fácil e indefenso. En lugar de Put the blame on Mame, personaje ficticio que, según la canción, estaba detrás de todo tipo de desgracias, tal vez podría ahora cantar Put the blame on brain. No dejemos a nuestro cerebro indefenso.

En otras palabras: no es su lóbulo occipital izquierdo y el esplenio adyacente lo que está leyendo este artículo. Es usted.