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El genocidio de las abejas es todo un rompecabezas para la ciencia. Entre sus posibles culpables están hongos, virus y parásitos de los propios insectos polinizadores, la menor diversidad de flores de la agricultura moderna, el calentamiento global o pesticidas modernos como los neonicotinoides. Ahora, un doble estudio ha encontrado nuevas pruebas contra éstos últimos: las abejas prefieren el néctar con dos de los neonicotinoides más usados. Y, con el otro, los abejorros no crean nuevas colmenas.
Los neonicotinoides son toda una maravilla de la química moderna (ver apoyo). Basados en una compleja reformulación de la nicotina, por su mecanismo de acción, su inocuidad para los mamíferos o su aparente capacidad para discriminar entre insectos malos y buenos para la planta, se habían convertido en la gran promesa de la agricultura prolífica pero sostenible. Sin embargo, la acumulación de estudios llevó a la Unión Europea a prohibirlos en 2013, moratoria que tiene que revisar a final de año. Este plazo ha hecho que los investigadores se afanen en estudiar cómo afectan estos pesticidas a los polinizadores.
Las abejas y abejorros alimentados con sacarosa y pesticida tienden a comer menos
Esta semana, la revista Nature ofrece nuevos argumentos para que la moratoria pase de temporal a definitiva. Dos estudios, uno de campo y el otro en laboratorio, muestran la conflictiva relación entre neonicotinoides y abejas. Los resultados del segundo son los más impactantes: como los humanos con el tabaco, las abejas y abejorros prefieren el néctar que contiene estos pesticidas tan sofisticados, y eso que no le sacan sabor.
«La nicotina afecta a ciertos receptores neuronales del cerebro humano, y este es uno de los mecanismos que la hace adictiva para los fumadores», recuerda la coautora de este estudio, Geraldine Wright. «La diana molecular de los neonicotinoides en los insectos son esos mismo receptores. Sabemos que están distribuidos por todo el sistema nervioso del insecto», añade esta profesora de neuroetiología de los insectos de la Universidad de Newcastle (Reino Unido).
Wright y sus colegas realizaron una serie de experimentos con abejorros y abejas melíferas que desmontan algunas de las virtudes de los neonicotinoides. Varios estudios han sostenido que estos insectos evitan el néctar y polen de plantas tratadas con estos pesticidas. En sus ensayos, colocaron a los abejorros y las abejas en cajas durante 24 horas. Cada caja tenía tres tubos. Uno llevaba a una solución a base de agua. Otro a una basada en sacarosa, como ingrediente básico del polen y del néctar. En el otro tubo probaron diferentes dosis de los tres neonicotinoides más usados: clotianidina, tiametoxam e imidacloprid.
Salvo en el caso de las soluciones con clotianidina, en el resto, los insectos preferían libar de las que contenían los otros dos neonicotinoides en vez de hartarse de sacarosa. Y eso que ajustaron la dosis de pesticida a las observadas en entornos reales. Más sorprendente aún fue comprobar que, comparados con los de las cajas de control (que solo tenían o agua o azúcares), los insectos con pesticida a su alcance tendían a comer mucho menos, como si les saciara más el pesticida.
En una segunda fase, los investigadores se centraron en la química de este fenómeno. Querían saber si las soluciones con pesticida les gustaban más a las abejas y los abejorros. En realidad lo que buscaban era si los insectos, como estudios anteriores han sugerido para otras especies, evitan los neonicotinoides. Los animales con probóscide detectan los nutrientes gracias a unas neuronas gustativas que tienen en este apéndice, la mayoría de las veces extensible y retráctil, que les permite llegar a lo más escondido de la flor. Comprobaron que, en presencia de pesticidas, la probóscide no se retraía. También vieron que sus neuronas gustativas se excitaban ante la solución con alguno de los tres neonicotinoides.
Nuestros datos sugieren que la comida con neonicotinoides es más gratificante para las abejas», dice la autora de uno de los estudios.
«Nuestros datos sugieren que la comida con neonicotinoides es más gratificante para las abejas. Tiene el potencial de ser adictivo pero no lo hemos estudiado formalmente todavía», aclara Wright. La comparación con el efecto de la nicotina del tabaco en humanos es inevitable.
Sin embargo, los defensores de los neonicotinoides o, al menos, de la necesidad de más investigación, siempre han argumentado que los experimentos en laboratorio tienden a usar dosis de pesticidas mayores que en entornos reales. También aseguran que, en el campo, la mayor diversidad de fuentes de comida, mitiga el impacto real de estos insecticidas.
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Para comprobar estas debilidades, otro grupo de investigadores, cuyo trabajo también publica Nature, ha realizado uno de los mayores experimentos en entornos reales hechos hasta ahora. Seleccionaron 16 fincas del sur de Suecia, todas cultivadas con colza. En ocho de ellas, las semillas habían sido tratadas previamente con un pesticida a base de clotianidina y un fungicida no sistémico (una de las ventajas de los neonicotinoides es que aplicado en la semilla permanece y se extiende por toda la planta a medida que crece). En los otros ocho campos, la colza solo fue tratada con el fungicida.
En el entorno de las fincas estudiaron cuatro especies de insectos polinizadores: un abejorro, la abeja solitaria Osmia bicornis, colonias de abeja silvestre y, por último, colmenas de abeja europea o melífera. Las controlaron durante un año, en especial, en la floración de la colza. Encontraron cuatro fenómenos destacados.
En primer lugar, vieron que la densidad de población de abejorros y abejas salvajes era menor en las zonas cercanas a los campos de soja tratadas con el neonicotinoide. De hecho, esta densidad aumentaba a medida que se alejaban de la finca. En cuanto a la abeja solitaria, vieron un comportamiento muy diferente entre las nacidas en zona de pesticida y las que se habían criado libre de su influjo: en seis de las últimas fincas, las abejas construyeron sus propias colmenas por ninguna en los otros campos.
Algo similar comprobaron con los abejorros (Bombus terrestris). Estos insectos sociales también tienen una reina que se apoya en decenas o centenares de trabajadores. Cada año, las nuevas reinas deben emigrar y crear su propia colmena. Los investigadores colocaron seis colmenas comerciales (de las que se usa para polinizar) en cada campo. Al acabar la temporada de floración vieron que en los campos de soja con clotianidina el número de nuevas colmenas era muy inferior. No solo eso, sus colmenas originales no habían ganado peso, un indicador directo de que o habían recolectado menos polen y néctar o el número de trabajadores se había reducido. Ambos datos reflejarían una peor salud de la colmena.
Sin embargo, los investigadores no encontraron que las abejas melíferas se vieran perjudicadas por la clotianidina. A diferencia de los abejorros o la abeja silvestre, el número de ejemplares adultos en las colmenas no era muy diferente entre las instaladas en unos campos u otros. Esta buena noticia para la Apis mellifera tendría que ser investigada más a fondo. En todo caso, los autores de la investigación creen que este resultado aconseja no usar estas abejas como modelo para los estudios sobre el impacto de los futuros plaguicidas neonicotinoides.
«En este punto, ya no es creíble sostener que el uso agrícola de los neonicotinoides no daña a las abejas silvestres», dice el entomólogo Dave Goulson, uno de los mayores expertos en insectos polinizadores, que no ha participado en ninguno de estos dos estudios. En cuanto a las abejas melíferas, Goulson opina que deben contar con una ventaja que las haga más resistentes, quizá su mayor número por colmena.
Preguntada por la moratoria sobre el uso de los neonicotinoides en Europa, la bióloga británica Geraldine Wright cree necesario hacer un balance entre los costes y beneficios de su prohibición: «Si valoramos a nuestras abejas y los otros polinizadores, deberíamos prohibir el uso de estas sustancias en los cultivos con flores donde estos polinizadores estén en peligro de entrar en contacto con ellas».
Documento: ‘Seed coating with a neonicotinoid insecticide negatively affects wild bees’
Si tiene una naranja u otro cítrico a mano, mírelo. Detrás de esa fruta hay una historia épica, en la que resuenan las batallas de Alejandro Magno, la expansión del Islam, las campañas militares de los cruzados cristianos, la diáspora judía y el descubrimiento de América. Esa fruta que está mirando es un libro de historia de la humanidad y ha llegado a su mano gracias a multitud de conquistas y reconquistas y a una batalla científica de siglos.
“El ancestro de todos los cítricos vivió hace unos ocho millones de años en el sudeste asiático”, explica el biólogo Manuel Talón, que acaba de trazar “el árbol genealógico más potente” de estos frutales. Sus matrimonios, simplificados, se pueden dibujar como si fueran los de la familia Buendía en Cien años de soledad. “La naranja dulce es hija de un pummelo [la madre del pomelo] y de una mandarina”, relata Talón, director del Centro de Genómica del Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias, que sitúa este enlace en lo que hoy es la China occidental hace unos 3.000 años.
En este cruce, la mandarina era el padre. Era una mandarina salvaje, ácida y llena de semillas, incomestible, que enviaría su esperma, el polen masculino, a través del viento hasta las flores de la madre, un pummelo. Fruto de la unión nacería la primera naranja, que según especula Talón sería detectada por un avispado agricultor chino, que perpetuaría su cultivo mediante injertos. Milenios después, a finales del siglo XV, la naranja dulce llegó a España en las manos de comerciantes portugueses e italianos.
El equipo del biólogo ha estudiado el genoma de 30 especies de cítricos. En concreto, los científicos han leído el ADN de los cloroplastos, unos orgánulos presentes en las células vegetales que portan información genética heredada de la madre. Sus resultados se publican ahora en la revista Molecular Biology and Evolution.
La mandarina llegó a España en 1845 gracias al conde de Ripalda, de la familia Marichalar, pero de nuevo Talón sitúa sus orígenes en el sudeste asiático, hace miles de años. “La mandarina es hija de un padre naranja dulce y de una madre mandarina salvaje”, continúa el biólogo. El limón, por su parte, es el vástago de una madre naranja amarga y de un padre cidra, un fruto de corteza gorda y aromática utilizado en la medicina medieval.
La nueva investigación no es un pasatiempo científico. Solo la Comunidad Valenciana exportó cítricos por un valor de 2.104 millones de euros en 2013. En todo el mundo, los cítricos ocupan seis millones de hectáreas en casi 100 países. Pero son cultivos frágiles, según subraya Joaquín Dopazo, jefe de Bioinformática y Genómica en el Centro de Investigación Príncipe Felipe, en Valencia.
En 1862, un pseudohongo desembarcó en los naranjales españoles. La enfermedad que provocaba, la gomosis, arrasó los cultivos, excepto los naranjos amargos, que a partir de entonces fueron utilizados para injertar en su tronco naranjas dulces y otros cítricos. A finales de la década de 1960, se repitió la historia. El llamado virus de la tristeza mató a 50 millones de naranjos amargos en España y hubo que cambiar de portainjertos. “Estudiar los genomas de los cítricos nos permite ver qué especies son más resistentes a condiciones adversas y por qué, para conseguir variedades mejor adaptadas”, resume Dopazo, coautor del árbol genealógico.