El Sevilla se hace grande en Europa y España tendrá cinco equipos en Champions

El día amaneció gris a orillas del Vístula, pero estaba escrito que el epílogo de la Europa League versión 2015 sólo podía tener un color. O mejor dicho, dos: los de la bandera del país anfitrión, los mismos que luce orgulloso la vanguardista joya arquitectónica del balompié polaco, los de este ardiente y corajudo Sevilla que, de la mano de Unai Emery, escribió anoche el último y quizás más heroico episodio de su hermosa aventura en una competición de la que ya es rey de reyes.

No podía ser de otra manera. Para empezar, las huestes hispalenses tenían la obligación moral de colgarse la cuarta estrella continental en la pechera por los más de 8.000 legionarios que cruzaron media Europa para desafiar el viento, el frío y el amago de úlcera gastroduodenal que les produjo el testarazo letal del croata Kalinic mientras aún entonaban las últimas estrofas del Himno del Centenario.

La ‘marea roja’ en que el sevillismo convirtió desde media mañana la céntrica calle Frankuska, donde estaba ubicada la ‘Fan Zone’ blanquirroja, duplicando en número a los entrañables incondicionales del Dnipro, hacía de todo punto imposible que el desenlace del duelo en pos del nuevo campeón tuviera otro vencedor que no fueran los chicos ataviados de ‘rojo Glasgow’. Precisamente sería el único polaco sobre el césped, Krychowiak, quien apareciendo en el área ucraniana como Grzegorz por su casa, devolvió el aliento a su imbatible parroquia y a sus 40.000 compatriotas. Estos, obedeciendo a pies juntillas el llamamiento en la previa de ‘SuperKrycho’, se enfundaron los colores de su selección para acompañar con sus siemprevivas el preciosismo utrerano de Reyes, las galopadas interminables por la diestra de Aleix Vidal, el corte y confección de Banega, la ventolera isleña de Vitolo o la exquisitez en la definición de Carlos Bacca, a la sazón héroe de la finalísima. 

El electrizante y leal intercambio de golpes de ambas escuadras estuvo a la altura del inmenso ejercicio de ‘fair play’ que sus respectivas aficiones exhibieron tanto en la calle como en los graderíos. Cero incidentes en una jornada presidida por el buen rollo y los gestos múltiples de solidaridad locales (una palabra que hicieron célebre por estos lares) con los sufridos hijos de Dnipropetrovsk, que aparcaron por un rato los sinsabores de la guerra contra el poderoso vecino del Este para gozar de la hospitalidad de sus ‘hermanos’ eslavos. Muchos de ellos se toparon, caminando por la elegante Nowy Swyat, con las oficinas de ‘Otwarty Dialog’ (Diálogo Abierto), una ONG polaca que hace acopio de fondos para la causa ucraniana y que en los seis últimos meses ha dado cobijo a 1.500 refugiados llegados a Varsovia con lo puesto de la región de Donbass, Mariopol y Sebastopol.

Queda claro que, de no ser por la presencia de Krychowiak en las filas hispalenses, los anfitriones habrían vestido de azul. Pero no hubo modo porque estaba escrito que la Batalla del Vístula entre los del Guadalquivir y los del Dnieper sólo podía acabar de una manera. Con Bacca sacando por dos veces la guadaña, respondiendo con su segundo aldabonazo al intento de Rotan por cambiar el curso de los acontecimientos (insistimos, ya definidos de antemano) al filo del descanso.

El alma titánica de este equipo homérico, que no sabe dar su brazo a torcer en finales europeas, aguantó con el corazón a tientas los postreros embates de un Dnipro que quiso hacer valer la cábala de que ningún club ucraniano había caído previamente las veces que alcanzaron el día de autos. Pero el Sevilla estaba dispuesto a dejarse la vida antes que soltar ‘su’ Copa –no en vano, es la cuarta que conquista– y renunciar al premio gordo extra de la presente edición: la Champions League, competición en la que España tendrá cinco representantes la temporada que viene. El rojo, en definitiva, tuvo la culpa de que un 27 de mayo Varsovia fuera andaluza, almohade e hispalense para los restos.

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