Pep Guardiola vs. José Mourinho: el regreso del duelo de estilos

Pep Guardiola vs. José Mourinho: el regreso del duelo de estilos Pep Guardiola vs. José Mourinho: el regreso del duelo

‘Hat-trick’ de la Gioconda

El Madrid juega dos partidos: uno en el campo y otro en la cara de Cristiano Ronaldo. La cara de Cristiano es la de la Gioconda: la gente se para delante de ella y espera a ver qué pasa. Del fútbol moderno lo peor no es el relato, esa narración en la que hay que apoyar los títulos porque si sólo se ganan no pasas a la historia (a la historia del rival, quieren decir), sino la repentina curiosidad por las caras. Antes las repeticiones de la cámara slow motion se fijaban en el modo de ejecución de un regate; ahora, cuando James marca un gol, podemos ver cómo le da un tic nervioso a Cristiano y de qué forma redirige las pupilas buscando entre el público a Franco. No hay que saber lo que hace Cristiano sino lo que piensa, pero hasta en los momentos de más tensión, con el equipo al borde del KO, los compañeros crispados y él negando con la cabeza mientras vuelve a su campo, CR probablemente esté lamentando los diamantes que regaló a Irina.

En los partidos del Madrid pronto se dividirá la pantalla en dos; en una podrá seguirse el partido en el campo y en otra podrá seguirse en la cara de Cristiano. La gloria del pipero (gracias, Hughes, gracias por tanto) se producirá el día en que el Madrid gane 5-0 y lo sepamos sólo por los gestos de contrariedad del luso, tres de ellos por culpa de un inoportuno hat trick suyo. Consciente de eso, ayer Cristiano pensó que si se iba a deprimir porque sus compañeros marcasen un gol mejor los marcaba él todos: hay dinero para psiquiatras. Empezó el partido con un par de disparos arrabaleros y lo terminó rematando con el laurel de la cabeza, el último un golazo tras centro de otro de esos fracasos del Madrid que a final de temporada te tiran encima del plato la tarjeta de Tiger Woods.

Cuando de verdad se contempla la dimensión del Madrid no es cuando pierde, con esas portadas de 11-S, sino cuando gana, con esas portadas de 11-S. Siempre hay un motivo por el cual disolver al Real Madrid. Cuando alguien no interpreta enfados de Cristiano es que Chicharito hace que sobre Benzema, o Isco arruina a Bale, o el 4-4-2 con el que se ganó sepulta el 4-3-3. Hay una derrota íntima para cada victoria. Un día Mourinho puso a Marcelo de lateral, Marcelo marcó un gol y un locutor de radio, al borde del colapso, lo cantó así: «¡Toma, Mourinho, toma!». Yo vi la segunda parte en un bar abrazado a un señor bajito de gafas monedero al que prometí nombrar en mi artículo si ganábamos (gracias, Tomás, gracias por tanto). Me dijo muy serio, después del tercer gol que celebramos besándonos como Breznev y Honecker, que esos goles de CR los quería ver «cuando el Madrid se esté jugando un título». Hay pocas cosas más felices y divertidas que ser madridista. Yo no las conozco.

La gestión paternal de Ancelotti

Carlo Ancelotti se ampara en sus rasgos circulares de paisano paciente, en su venerable melena plateada, en sus ojos glaucos, para sugerir la imagen de osito polar de peluche que conviene al gusto del pueblo e inspira confianza en los cuadros directivos. Solo de vez en cuando, en esas largas jornadas que le descubren demasiado cansado, o demasiado aburrido, deja entrever entre la pelambre de inofensivo muñeco la piel dura de elefante, y hasta los colmillos, largos y mellados, de viejo trashumante de las praderas.

Al entrenador del Madrid lo rodeaban los muchachos de la prensa, curiosos, después del partido contra el Almería, en la noche del miércoles, cuando uno le preguntó por lo que significaría para él ganar la Liga española, después de haber conquistado la Liga en Italia, Francia e Inglaterra, hasta sumar 32 títulos como técnico y como jugador.

Mi vitrina ya está llena de títulos. Yo solo quiero ganar para el club, la afición y los jugadores»

“No estoy seguro de que el Barça vaya a perder puntos en esta Liga”, dijo, señalando al líder que le saca dos puntos a falta de cuatro jornadas. “De lo que sí estoy convencido es de que nosotros podemos ganar los cuatro partidos que nos quedan. Como he dicho, yo no tengo ninguna ambición personal. Porque mi vitrina ya está llena. Solo quiero ganar títulos para el Real Madrid, para la afición, para el club y para mis jugadores”.

Después de haber tenido al frente de su organigrama de comunicación y propaganda a José Mourinho, el entrenador más oportunista que existe a la hora de colgarse medallas y ufanarse de su particular colección de copas, el Madrid se ha puesto en manos de un hombre que da la impresión de no preocuparse en lo más mínimo de su persona. A sus 55 años, Ancelotti no solo procura hacer lo que le mandan, aunque se trate de indicaciones aparentemente disparatadas, sino que le confiere a todos sus actos un marchamo de desprendimiento que acaba por encandilar, si no a los directivos, al menos a los futbolistas. Y en este negocio, a pesar de que los dirigentes se esfuercen por influir cada día más, todo depende de los futbolistas.

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El partido contra el Almería fue un verdadero bodrio. Ganó el Madrid 3-0 haciendo lo mínimo indispensable frente a un equipo con lagunas de toda clase. La gente se irritó. Los pitos arreciaron contra los futbolistas propios. Pero, a diferencia de Mourinho, proclive a emplear las conferencias de prensa para bombardear su propio cuartel, Ancelotti se presentó como un escudo. “Ha sido un partido de transición”, justificó, comprensivo y paternal con sus pupilos. “No hemos jugado ni con mucha intensidad ni con mucha calidad. Es natural después de una semana en la que el desgaste físico y mental ha sido muy alto. Nos henos tomado un respiro pero siempre controlando el marcador”.

El técnico advirtió de que observa disfunciones en su centro del campo, manifiestas en Vigo y contra el Almería, pero se mostró confiado en que esto cambie. Si no tiene fe, lo parece. El próximo sábado le espera el Sevilla en el Sánchez Pizjuán en la difícil antesala antes de viajar a Turín a disputar la ida de las semifinales de la Champions con el Juventus.

“Hay partidos en los que no defendemos tan bien”, admitió, lanzando un mensaje de confianza en sus futbolistas. “Pero yo sé que cuando el equipo está concentrado defiende muy bien, incluso poniendo en la alineación a muchos jugadores creativos. Lo hicimos el año pasado en las semifinales contra el Bayern y contra el Barcelona. Yo sé que cuando este equipo tiene que defender, defiende. No siempre tenemos esta actitud. De vez en cuando nos descolocamos un poco. Contra el Almería en la primera parte no hemos presionado muy bien. En la segunda mejoramos”.

A veces nos falta actitud. Pero yo sé que cuando este equipo tenga que defender, defenderá»

Frente al Celta y el Almería se hizo evidente que Illarramendi padece una crisis de algún tipo, sea futbolística o existencial. Descartado contra el Atlético en los cuartos de la Champions, el vasco será más que probablemente borrado de la alineación contra el Sevilla, en donde puede que regrese Bale para jugar en punta, acompañando a Cristiano en un 4-4-2.

“No me preocupa Illarramendi”, dijo Ancelotti, lanzando una agradable cortina de humo. “Él jugó a un buen nivel en Vigo. Puede ser que contra el Almería su nivel no haya sido tan alto pero tiene mi total confianza”.

Martin Odegaard, el niño prodigio de Noruega, se quedó sin debutar, y sin convertirse así en el jugador más joven de la historia en enfundarse la camiseta del Madrid en un partido oficial. Este hito, sueño de algunos directivos, se frustró cuando Ancelotti cambió a Jesé por Nacho con el 3-0 en el marcador. “Odegaard tiene que trabajar, tiene que entrenarse y acostumbrarse”, advirtió el italiano, poniéndole un timbre de hierro al tono, normalmente algodonoso, de su discurso. “Es muy joven. Hoy se ha concentrado con el equipo y ha ido al banquillo por primera vez. En el futuro tendrá mucho tiempo para debutar”.

Un derbi con balas de fogueo

La llama del derbi entre el Arsenal y el Chelsea se mantuvo viva el tiempo que tardó en darse cuenta el equipo de José Mourinho, plano y reservón, de que un empate (0-0) en el Emirates era un resultado de oro. Levantaron el pie del acelerador los blues y se destensó el cuadro de Arsène Wenger, al que ni siquiera el acicate de batir por primera vez a su colega portugués –siete derrotas y seis empates a favor del luso en el cara a cara– le sirvió de estímulo. A falta de cinco jornadas para la conclusión de la Premier y con un partido menos, el Chelsea ya acaricia la corona inglesa: cuenta ahora con 10 puntos de renta sobre el City y los gunners. Alirón a la vista, por tanto.

Si una dosis del morbo se concentraba en los banquillos, por el desencuentro eterno entre los técnicos, otra buena porción correspondía al número 4 de los blues. Antiguo buque insignia de los gunners, Cesc eligió la opción de Stamford Bridge después de que Wenger descartase su regreso al Emirates el pasado verano.

“Porque quería ganar títulos”, se encargó de enfatizar Mourinho en la previa del encuentro. Así que recibió los calurosos bufidos de los seguidores del Arsenal cada vez que tocó el esférico. Cada intervención del medio, ahora de azul e infiltrado en las filas enemigas, vino acompañada del ruidoso ¡buuuh! de la grada. Solo una pequeña tregua al final, cuando fue relevado por Zouma y recibió unos pocos aplausos como reconocimiento por los servicios prestados.

Enmascarado a raíz de la fractura nasal que sufrió a principios de mes, al medio pareció importarle más bien poco el revuelo. En su línea esta temporada, tejió el juego del Chelsea y mandó. Y de un delicioso pase suyo, en forma de parábola, nació la primera gran oportunidad de los visitantes. Oscar ganó la espalda a la defensa, Cesc filtró el cuero y el brasileño logró rematar el balón ante la salida de Ospina, que arrolló al atacante y le dejó grogui; el árbitro, muy desacertado, obvió la pena máxima, más que evidente. Camino del gol, el balón fue desviado finalmente por Bellerín, velocísimo en la carrera.

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Welbeck intenta rematar ante Terry. / Eddie Keogh (REUTERS)

Acto seguido, Fàbregas fue de nuevo protagonista, pero en la otra área. Le tiró una finta a Cazorla y cayó, pero el árbitro no interpretó el leve toque del asturiano como penalti y le amonestó. En la banda, risas burlonas de Mourinho, quien poco después aparcó los aspavientos ante una mano clarísima de Cahill en su intento por atajar un disparo a media distancia de Cazorla. El centrocampista asturiano volvió a actuar como mediocentro, en compañía del bregador Coquelin, y fue de nuevo el mejor soporte de su equipo. Nada que ver con el taciturno Özil, desfondado y sin desborde, una caricatura de aquel estilista que sedujo al Bernabéu.

La batalla en su terreno, la zona media, fue hermosa. Por ahí fluyó la mayor parte del tiempo el balón, tratado con mimo durante el primer acto por parte de ambos equipos, pero inyectado de una anestesia innecesaria en la segunda mitad. Y eso que Mourinho abandonó la fórmula del falso ariete con Oscar –forzada por las ausencias de Diego Costa y Remy– y desenjauló al viejo Drogba, invitado non grato en el Emirates debido a los ocho goles que le ha endosado al Arsenal en las 12 veces que le ha encarado. Esta vez no tuvo la opción el delantero marfileño, 37 años ya en su DNI.

Cesc fue abucheado en su retorno, pero al ser sustituido recibió aplausos por los servicios prestados

Para intentar destrabar el asunto, Wenger también tiró de dinamita en el tramo final del duelo. Miró a la banqueta y retiró a Coquelin y Giroud para dar entrada a Welbeck y Walcott, dos picas poco afiladas. No cambió el panorama. Enredos e imprecisiones, contención y escasas opciones reales de hallar el gol. Uno, el Arsenal, que quería pero no podía; y otro, el Chelsea, al que con el paso de los minutos le gustó más y más el empate. De ahí los brincos finales de los blues tras el pitido definitivo, después de un derbi con balas de fogueo que les deja a un paso del título. Será, salvo hecatombe, el primero de Mourinho en su retorno al Bridge.

La semifinal del miedo

Decía Hegel que la historia es el ámbito donde se despliega la razón. Bien, pues el fútbol es el espacio donde se cruzan o tienden a cruzarse los destinos deportivos con los intereses comerciales, tecnológicos y comunicativos. El sorteo de semifinales de la Champions League (la Sampionlí en la jerga peculiar de Jesús Gil) ha deparado un Barcelona-Bayern (en adelante, BB) y un Juventus-Real Madrid. El desequilibrio de la segunda semifinal es manifiesto (así lo decidió el azar), así que la probabilidad de que el Real Madrid juegue la final (Berlín, 6 de junio) es elevada; en la semifinal BB, a duras penas puede arriesgarse un favorito, pero, en fin, el Bayern de Pep y su pantalón roto o descosido parece aquejado de episódicos raptos de debilidad (véase el primer encuentro de la eliminatoria anterior en Oporto) que levantan recelos entre los apostadores. A lo peor no es nada, porque el Bayern despachó al Barça el año pasado sin despeinarse, pero la probabilidad combinada de que la final de Berlín la jueguen los almogávares y los vikingos está por encima del 50%.

Y qué pasaría entonces? Pues que el interés comercial que obsesiona a la UEFA disminuiría, el partido atraería menos a los internautas europeos (desde luego, a los alemanes) y la publicidad podría sufrir de hipotensión. Apenas pudieron taparse las quejas en la final del ejercicio pasado (Atlético de Madrid-Real Madrid); si se repite en 2015 una final española, es probable que la UEFA proponga un sorteo teledirigido para la final de 2016 y que el entrenador de uno de los finalistas sea siempre Mourinho. A grandes males, grandes remedios.

El fútbol se aproxima velozmente a varias encrucijadas. En una de ellas, tendrá que escoger si opta por el carril deportivo, con sus aficionados de siempre y un entorno semicerrado, o acomodarse de una vez a la presión de la publicidad, los horarios y las visitas en Internet; en otra, tendrá que decidir si es útil mantener la ficción igualitaria (una Liga en la que se enfrentan pesos pesados como el Barça o el Real Madrid con pesos pluma como el Córboba o el Levante), y en una tercera (aunque no acaban aquí), entre pagar a las estrellas o a Hacienda. Aunque en este caso la decisión ya es conocida.