Cada partido de fútbol es una venganza por una cicatriz truculenta que un rival te legó en un viejo partido, cuyo recuerdo aún te acosa cuando apagas la luz. Nunca ves el minuto de cobrarla, por eso juegas a todas horas, y te vas con el balón a la cama, y le das toques a un cajetilla de cigarros vacía. Sin ánimo de revancha el fútbol no sería mas importante que la liga de bridge. No se puede jugar a vida o muerte, como corresponde, sin enemigos acérrimos y viles a los que devolver las infamias. Ellos son, en el fondo, los verdaderos amigos, los que le sacuden a uno el aburrimiento. Por suerte, el jugador se despierta por las mañanas con sed de venganza. Mi idea de un día perfecto es pisar una caca de perro nada más salir a la calle. A partir de ese instante tengo un buen motivo para vivir, y ya sólo sueño con el segundo en que encuentro al dueño del animal.
A un futbolista no le importa si hay que esperar años para saciar un desagravio, igual que Edmond Dàntes o Emma Sunz. Mientras discurre un plan infalible, sin fisuras, el tiempo pasa volando. Y entonces llega el día. Pocas veces la venganza se presentará tan bella y oscura como en el Barça-Bayern de Múnich. Llevaban dos años buscándose con indiferencia, de ese modo diplomático con el que dos personas se evitan. Quizá por eso cayeron el año pasado uno ante el Atlético y otro frente al Madrid. Simplemente, no era la hora. Para todo hay un minuto excelso, precedido de una larga espera. Pero ahora sí.
Pocas veces la venganza se presentará tan bella y oscura como en el Barça-Bayern de Múnich
El Barcelona se presenta a la cita bajo ese aspecto temible que tienen los pistoleros con bigote, proclives a desenfundar por menos de nada. Todo lo que hace últimamente el equipo de Messi, así sea retirarse al vestuario en el descanso, acarrea un gran peligro para el rival. La delantera lleva semanas llamando a todas las puertas, preguntando si vive ahí Pep Guardiola, como si fuesen policías de paisano en busca de un fugitivo que porta un secreto valiosísimo. A su modo, el Barça desea cumplir con el consejo de Faulkner a sus discípulos: “Mata a tus ídolos”. Éstos, después de alumbrarte el camino, se vuelven piedras en los bolsillos. Me temo que las revoluciones de tus maestros, reproducidas por tu generación, son papeleo de oficina. Necesitas tu propia revuelta.
Entretanto, en el Bayern han estado haciendo dedos con sus últimos rivales. En el tercer gol que le infligieron al Oporto, precedido de 25 pases, los tres últimos sin dejar que el balón tocase el suelo, para no ensuciarlo, aprovecharon para ensayar El Mesías de Händel. No en vano, gracias a Guardiola descubrimos que se podía jugar al fútbol en esmoquin, encima de un piano de cola, sin que se rayase. Será trepidante ver si se apropia del balón en el Camp Nou, y cómo minimiza a Messi, que nos enseñó que se puede hacer sonar un piano aunque no tenga teclas.
La venganza es impostergable. Comparecen tantas deudas del pasado, que será casi una semifinal escrita por Borges, en la que uno de los dos equipos, en un instante imperceptible, al fin saca un revólver familiar de un cajón y aprieta tres veces el gatillo. Después el conjunto rival se desploma como si los estampidos y el humo lo hubiesen roto, mientras aún tiene tiempo a escuchar cómo su enemigo dice. “He vengado las viejas putadas”.