El palacio del pueblo

Hay cifras que describen la magnitud del metro de Moscú: 16 líneas en funcionamiento, 214 estaciones, 8 millones de pasajeros transportados diariamente, pudiendo llegar a 10 millones, 35 mil empleados. Todo suena enorme y, de hecho, lo es. Sin embargo, este sistema de transporte resulta inabarcable solamente en cifras.

Cuando se inició su construcción, en 1935, fue concebido por José Stalin como “el palacio del pueblo”. Es decir, la belleza de sus detalles, edificación y estructura debía estar al alcance de todo aquel que pueda pagar un par de kopeks (centavos) para utilizarlo. Verdades valgan, el objetivo estalinista se cumplió.

Lo primero que sorprende de las estaciones de metro, sobre todo de las antiguas, es la enormidad de sus puertas. Gruesas, de madera, gigantes y que se cierran violentamente, han sido capaces de generar un hábito usual en los rusos: cuando se la abre, siempre hay que sostenerla a la espera de que la persona que viene atrás la pueda contener y así ingresar. Sirven, según me contaron, para guardar adentro el calor durante invierno.

Luego, viene la profundidad a la que se encuentra el andén. Todo esto tuvo, en su momento, una justificación: que la estación sirva como refugio en caso de ataque nuclear. Interminables escaleras eléctricas que llegan a tener 127 metros de largo (la de la estación Park Pobedy mide eso) llevan y traen gente en recorridos que entre fondo y superficie llegan a durar tres minutos.

Debería utilizar una página entera para hablar de las estaciones y su decoración, pero me limitaré a escoger tres que, de acuerdo a mi arbitrio, son las más bonitas y representativas. Empezaré por la de Ploschad Revolutsi, en la línea azul. Tiene 10 arcos, cada uno con esculturas hiperrealistas que representan a los constructores de la revolución. Ahí están representados el deportista (un futbolista), el estudiante, el agricultor, el militar, el obrero. Estas estatuas han generado hasta supersticiones, como aquella que hay que acariciar la trompa del perro del guardián para tener suerte. De tanto frotarla, ahora está brillando.

Luego, me gusta Kievskaya, adjunta al tren que va y viene del aeropuerto de Vnukovo. Sus mosaicos a color representan la unidad entre Ucrania y Rusia, tan venida a menos en los últimos años. Siempre, infaltable, el estilo realista para imprimir los detalles históricos en las representaciones gráficas.

Finalmente, tengo que citarles a Komsomolskaya. Si uno lleva la mirada hacia arriba siempre, jamás podría detectar que está en una estación de transporte público, debido al estilo barroco de sus techos y arquerías, amén de las enormes lámparas de araña que iluminan. Acá se cumplió, al pie de la letra, el pedido de Stalin sobre aquello del “palacio”.

En fin, esta es solo una enumeración arbitraria y personal. El metro (y sus estaciones céntricas) son un atractivo por sí solo dentro de la “Tercera Roma”, donde la historia y la belleza llegan y se van en forma de vagones.