“Antes nuestra vida acababa con la puesta de sol. A partir de ese momento apenas podíamos hacer nada. Teníamos que utilizar velas para alumbrarnos, y éramos conscientes del peligro que eso entrañaba. Así que íbamos a dormir pronto y nos levantábamos un poco antes del amanecer para ordeñar a las vacas”. Sin embargo, ahora la existencia de la familia de Zolzaya Bandgait ha dado un vuelco. “Desde hace algo más de un año somos más felices. Podemos cenar más tarde, disfrutar jugando a las cartas, comunicarnos con amigos y familiares, y ver lo que pasa en el mundo”. La diferencia radica en la tecnología. Porque los Zolzaya son nómadas, viven en el desierto del Gobi, y han decidido invertir gran parte de sus ahorros en la instalación de varios aparatos que han reducido notablemente la brecha que los separaba de la calidad de vida de la población urbana.
“Primero instalamos el aerogenerador y las placas solares. Eso nos permitió tener luz dentro del ger —la yurta tradicional mongola con la que esta familia se mueve hasta ocho veces al año en busca de los mejores pastos—. También compramos una batería a la que hemos conectado el teléfono por satélite —subvencionado por un programa del Banco Mundial— y un televisor en blanco y negro. Gracias a una antena parabólica recibimos algunos canales de televisión”, cuenta Zolzaya. Su hija, Azzaya Soyol, ya no se pierde ni un episodio de sus series surcoreanas favoritas, que llegan con multitud de interferencias, pero llegan. “La televisión también nos ayuda a tener entretenidos a los niños y nos permite hacer algo de tiempo para nosotros”, comenta entre risas ella, que, a sus 25 años, tiene dos hijos con Bot Amgalan, un joven de su misma edad.
No obstante, la mejoría va mucho más allá del ocio. Por un lado está la reducción del riesgo de incendio que, como es lógico en una vivienda de tela, con el uso de velas era muy elevado. Además, la llegada del teléfono por satélite a una zona sin cobertura de móvil permite dar cuenta de emergencias y pedir ayuda, así como conocer el precio que se paga por el ganado, la lana, o los productos lácteos. Eso dificulta que los intermediarios que los compran les engañen, “algo que antes sucedía a menudo”, y que puedan decidir cuál es el mejor momento para venderlos. También gracias a la televisión, Zolzaya tiene acceso a previsiones meteorológicas que le permiten determinar con más exactitud la zona más adecuada para llevar el ganado. “En el desierto no es fácil cuidar de 600 ovejas como tenemos nosotros. Elegir el lugar en el que crece más vegetación puede marcar la diferencia entre que vivan o que mueran”.
Pero uno de los efectos más importantes que tiene la adopción de la tecnología por parte de los nómadas que habitan el país con menor densidad de población —tres millones en una superficie de 1,5 millones de kilómetros cuadrados, equivalente a tres veces la de Francia—, es la propia supervivencia de una forma de vida que se remonta a los tiempos de Gengis Kan. “La juventud no quiere vivir en el campo, quiere mudarse a la ciudad. En gran parte es así porque no solo percibe que allí hay más posibilidades de crecer en el terreno profesional, también porque en un ger las opciones de ocio y de acceso a la información son muy limitadas. Es duro y es aburrido”, explica Damb Batnasan, otro ganadero que instala su yurta a unos mil kilómetros de distancia, en la estepa del centro del país. “Si queremos que el nomadismo no muera con la gente de nuestra generación tenemos que hacerlo más atractivo para los jóvenes. No nos podemos oponer a los avances que llegan, lo mismo que tenemos que asegurarnos de que las nuevas generaciones vayan a la escuela”, explica.
De hecho, su ger está lleno de niños y de adolescentes. Porque, además de las dos hijas del matrimonio, cuatro de sus amigos han decidido pasar las vacaciones escolares del Año Nuevo Lunar con la familia. Y después de haber disfrutado al galope de las interminables llanuras congeladas durante el día, por la noche se turnan para jugar con los dos teléfonos móviles inteligentes que posee la familia, que también sirven para capturar momentos que antes se perdían para siempre. “Para hacernos una foto teníamos que ir al pueblo que está a 40 kilómetros de distancia”, ríe Damb mientras se hace un selfie con la hija menor. Mientras tanto, la madre, Batsuren Tsetsegmaa, disfruta de la película que reproduce en un lector de DVD. “Algunos nómadas creen que la tecnología distancia a las familias porque cada uno está a lo suyo, pero yo creo que es al revés”, sentencia el padre, que ya está pensando en cómo instalar una conexión a Internet.
Delgerma tiene 16 años y está de acuerdo con Damb. Es una de los 300.000 nómadas que todavía no tienen electricidad, y, a su edad, la vida en el campo ya no le satisface. Se siente incomunicada y aburrida. Sus padres, habitantes también de la estepa, dan la espalda a todo lo que tenga cables, y con ellos no tiene la confianza suficiente como para hablar de temas propios de la adolescencia. “El único contacto que tengo con el mundo exterior es a través de la radio de mi padre. Y casi siempre está sin pilas. No puedo comunicarme con los pocos amigos que tengo, y sin luz no hay nada que hacer por la noche”. Así no es de extrañar que esté pensando en hacer las maletas y labrarse un futuro mejor en la capital, Ulán Bator, a unos 350 kilómetros de distancia. “Quiero conocer gente y llevar una vida normal. Aquí terminarán casándome con alguien que les interese para que siga llevando la misma vida”, se lamenta. Como ella, muchos otros jóvenes apuestan por la vida sedentaria, y cada año entre 30.000 y 40.000 mongoles, sobre todo jóvenes, abandonan el campo para echar raíces sobre el asfalto.
Afortunadamente, cada vez son más los que apuestan por la incorporación de placas solares y de aparatos electrónicos en sus vidas. De hecho, el Proyecto para el Acceso a Energías Renovables y Electricidad en Zonas Rurales, implementado por el Gobierno desde el año 2000 en colaboración con el Banco Mundial, ha conseguido que más de 100.000 familias nómadas, en torno a medio millón de personas en total, cuenten con esta fuente de energía limpia que, a su vez, ha permitido incrementar sustancialmente el acceso a un teléfono, cuya tasa el año 2005 era la más baja del mundo —un 1% en el campo—. En 2006 solo 1,2 millones de minutos de conversación telefónica tuvieron su origen fuera de la capital, pero en 2013 esa variable aumentó hasta los 56,5 millones. El objetivo es que para 2020 toda la población tenga acceso a la electricidad, y un 70% pueda comunicarse por vía telefónica.
Mineihan Hadis, otro nómada del desierto, reclama también ayudas para adquirir vehículos de motor. “Una moto como la que yo tengo, por ejemplo, tiene muchas ventajas sobre los caballos y los camellos que hemos utilizado tradicionalmente: nos permite llegar a la zona en la que tenemos el ganado mucho más rápido, y podemos desplazarnos a la ciudad si hay una emergencia. Porque hasta aquí no llegan las ambulancias, se pierden por el camino”, explica. Es fácil entender por qué: el desierto y la estepa son dos infinitas alfombras en tonos ocres y verdes, en las que no hay carreteras ni forma sencilla de orientarse. De ahí que el GPS también esté ganando adeptos. “Nosotros sabemos llegar a los lugares cercanos gracias a las montañas o a particularidades del terreno, pero para el resto resulta casi imposible localizarnos. El uso de coordenadas es una buena solución”, comenta. “En cualquier caso, lo importante es utilizar la tecnología a nuestro favor. Para que la vida nómada pueda seguir existiendo con dignidad”, sentencia Damb.