Comentarios que salen caros

El futuro del que hablaba Andy Warhol cuando dijo: “En el futuro todo el mundo tendrá sus quince minutos de fama”, ya ha llegado. Lleva instalado en este tiempo desde hace unos años. Cada vez es más fácil acceder y compartir información de cualquier tipo, no siempre veraz, ni fiable, ni siquiera de interés general. Cuando Warhol habló de fama no especificó si era buena o mala, y así ha sido. Lo que empezó con programas televisivos que sacaban y sacan a la palestra a personas anónimas, que pueden ser encumbradas o denostadas, lo han multiplicado las redes sociales. La cantidad de datos e imágenes que pueden compartir los 890 millones de usuarios diarios de Facebook o los 284 millones de Twitter y los 300 millones de Instagram puede hacer que un tuit, un comentario o una foto caiga en el vacío o se reproduzca miles de veces y recorra el mundo en cuestión de segundos, esto es lo que le pasó a Justine Sacco.

Sacco iba a pasar sus vacaciones en diciembre de 2013 a Sudáfrica. Antes de coger el avión en Nueva York y durante su escala en Londres escribió algunos tuits relacionados con el país que iba a visitar. Uno de ellos: “Voy a África. Espero no coger el SIDA. Es broma. Soy blanca”, hizo que la chispa estallara. Ella lo lanzó para sus 170 seguidores, cuando llegó a su destino y encendió el móvil se había convertido en trending topic mundial, incluso se publicó una imagen suya llegando al aeropuerto. Era una desconocida que dio la vuelta al mundo de manera física y virtual. Este error le costó, incluso, su puesto de trabajo.

Tuit en el que aparece la imagen de Justine Sacco llegando a Suráfrica.

Anita Sarkeesian recibió insultos en su cuenta de Twitter, pero por motivos muy distintos a los de Sacco. Sarkeesian lanzó una campaña de crowdfunding en la plataforma Kickstarted para financiar una serie que trataba del papel de la mujer en el mundo de los videojuegos. A partir de ese momento la han acosado en distintas redes sociales. Ella ha recopilado en su Tumblr las amenazas recibidas en Twitter durante una semana. Este desagradable episodio la ha hecho más conocida, por tanto más fuerte y con la idea de seguir luchando por la igualdad y contra el acoso en Internet.

Las reacciones a los tuits se multiplican cuando el que los publica es un personaje conocido sea del ámbito que sea. Así, el verano pasado el actor Juan Echanove cometió un error, según él mismo ha reconocido. Tradujo un enfado real con una camarera a un tuit en el que la criticó y donde colgó una foto de la misma. Las respuestas en contra fueron inmediatas, tantas que pidió disculpas y cerró su cuenta. Ahora tiene otro perfil vinculado a su blog gastronómico.

Como el caso de Echanove, en el que algo que se podía haber quedado en petit comité tomó una dimensión inesperada, le ocurrió a Alicia Ann Lynch. Esta estadounidense se disfrazó en Halloween de 2013 de herida en el atentado de la maratón de Boston. Subió una foto a Twitter para compartirla entre sus seguidores. Esto tocó la sensibilidad de multitud de tuiteros que reaccionaron insultándola gravemente. Una broma de gusto cuestionable, que no hubiera tenido consecuencias si esa foto no se hubiera hecho pública, acabó obligándola a cancelar su perfil y pidiendo que no siguieran acosando a sus padres, que también sufrieron las consecuencias.

Tuits de Alicia Ann Lynch pidiendo que pare el acoso.

No solo se pagan los tuits controvertidos. La estadounidense Lindsey Stone tuvo la mala idea de subir una foto a su muro de Facebook en la que aparecía haciendo una peineta junto a un cartel que pedía silencio y respeto en el cementerio Nacional de Arlington, un símbolo nacional. Las reacciones fueron de tal calibre –se creó un grupo en la red social con el nombre «Despidan a Lindsey»– que su jefe la echó alegando que no era buena imagen para la empresa, trabajaba en una ONG.

Linchamientos virtuales: un error puede hundir tu vida social y laboral

Alicia Ann Lynch, una joven estadounidense de 22 años, colgó en Twitter una fotografía en donde aparecía disfrazada para una fiesta de Halloween. El disfraz era una simpleza que tendría insondables consecuencias; aparecía en chándal, con la cara y los miembros embadurnados de pintura roja, como si hubiera sangrado profusamente, y un título que muy pronto le granjearía un linchamiento en las redes sociales: “Víctima del maratón de Boston”. El referente de aquel gracejo era la bomba que, en abril de 2013, interrumpió violentamente aquella famosa carrera, causando tres muertos, 282 personas heridas y la huella indeleble de un atentado terrorista en la ciudad. La inconsciencia y el mal gusto de Lynch y la torpeza que entrañaba publicar esa fotografía dispararon el morbo de sus escasos seguidores en Twitter y los retuits de estos consiguieron que en unas horas la joven recibiera miles de insultos y mensajes de una dureza que no admitía ninguna réplica, como este que le envío una víctima del trágico maratón: “Deberías estar avergonzada. Mi madre perdió las dos piernas y yo casi muero”.

El linchamiento virtual pronto ganó consistencia real y la joven tuvo que recluirse en su casa, y unos días más tarde el jefe de la oficina en la que trabajaba, abrumado por la presión de las redes sociales, la despidió. Disfrazarse así no tiene ninguna gracia y publicar la fotografía constituye un gesto deleznable, pero ¿qué hubiera pasado con Alicia Ann Lynch si hubiera hecho la misma broma, con la misma foto, en 1970, antes de la Red? La foto la habrían visto solo sus amigos y su jefe difícilmente la hubiera despedido por esa broma de mal gusto pero de alcance exclusivamente doméstico. El caso es interesante porque evidencia cómo las redes sociales magnifican episodios que, sin esa difusión masiva, hubieran sido mucho menos importantes.

En la fotografía que colgó Alicia Ann Lynch en Twitter, habría que separar el hecho de su difusión masiva

En 1932 fue secuestrado el bebé de Charles Lindbergh, el célebre piloto que cruzó por primera vez en avión, en 1927, el océano Atlántico. Lindbergh era un héroe nacional y el secuestro de su hijo tuvo en vilo, durante dos meses, a la sociedad estadounidense; hasta que un día trágico fue descubierto el cadáver del niño. Unos meses más tarde, cuando el bebé Lindbergh seguía siendo un tema recurrente, el pintor Salvador Dalí, que había inaugurado con mucho éxito una exposición en Nueva York, fue invitado a una fiesta de disfraces a la que acudió la crema y nata de Manhattan. Dalí y Gala, su mujer, asistieron disfrazados, para escándalo de los invitados, del bebé Lindbergh y de su secuestrador. Aquella broma violenta no pasó de alterar a los invitados y a algunos lectores de los periódicos que consignaron la última excentricidad del pintor. En la biografía de Dalí el incidente de la fiesta de disfraces es un episodio menor, una broma de mal gusto que se parece a la ocurrencia de la joven que se disfrazó de víctima del maratón de Boston, salvo porque en la época de Dalí no había ni redes sociales ni televisión para magnificar su imprudencia y su broma quedó en eso, en una boutade; pero si esto hubiera ocurrido en este siglo, Dalí probablemente se hubiera quedado sin galeristas, hubiera sufrido un gravoso boicoteo y habría tenido que maniobrar para que no se hundiera su carrera.

ampliar foto

Lynch, disfrazada de víctima del maratón de Boston.

En la fotografía que colgó Alicia Ann Lynch en Twitter, habría que separar el hecho de su difusión masiva, de su multiplicación exponencial en la Red. Pero esto, de momento, es complicado, porque a los internautas les encanta el linchamiento y, sobre esta penosa pulsión tan propia del siglo XXI, nadie ha tenido tiempo de legislar.

Recientemente han aparecido en inglés dos ensayos sobre este inquietante tema, que es otra de esas zonas oscuras que tiene ese invento luminoso que es Internet: So you’ve been publicly shamed (Has sido avergonzado públicamente), de Jon Ronson, e Is shame necessary? New uses for an old tool (¿Es necesaria la vergüenza?, los nuevos usos de una vieja herramienta), de Jennifer Jacquet. Los dos ensayos tratan de la dimensión contemporánea de la vergüenza, del desprestigio y del escarnio, que se salen de proporción cuando se amplifican en las redes sociales; cualquier descuido, desliz o tontería, que hace cuarenta años hubiera producido un rato de incomodidad o un momento de rubor, hoy, esa misma tontería magnificada por Twitter o por Facebook puede generar un linchamiento que le arruine la vida al tonto.

Los casos de linchamiento virtual, de vergüenza pública masiva abundan; todo el tiempo los internautas linchan a políticos, cantantes, futbolistas y banqueros, personajes que están expuestos permanentemente al ojo público y que, por tanto, están habituados a lidiar con el odio y el desprecio de la masa tuitera; pero el asunto cambia cuando el linchamiento va dirigido a una persona normal, que se vuelve súbitamente famosa como la joven que se disfrazó de víctima del maratón de Boston, o como el caso de Justine Sacco, un episodio emblemático que Jon Ronson desmenuza en su libro. Sacco se fue de viaje a Sudáfrica a visitar a unos familiares y, mientras abordaba el avión en Nueva York, dio rienda suelta a su locuacidad tuitera y comenzó a lanzar mensajes, algunos muy ofensivos, para su modesta parroquia de 170 seguidores. En su escala en Londres lanzó un mensaje desgraciado que iba a cambiarle la vida: “Voy a África. Espero no coger el sida. Es broma. Soy blanca”.

ampliar foto

El tuit racista de Justine Sacco que provocó la polémica: “Voy a África. Espero no coger el sida. Es broma. Soy blanca”.

Sacco pasó las siguientes once horas volando hacia su destino y, cuando aterrizó en Ciudad del Cabo y conectó su móvil, se encontró con un diluvio de mensajes, de insultos y también de condolencias que le escribían sus conocidos; mientras trataba de asimilar lo que sucedía, recibió una llamada de su mejor amiga que le decía que su mensaje sobre el sida era trending topic mundial, es decir, el mensaje más reproducido en Twitter en las últimas horas. Inmediatamente después llamó su jefe que, presionado por el escándalo que había en las redes sociales, sobre esa mujer ejecutiva que acababa de demostrar su ignorancia y su racismo al mundo, no tenía más remedio que despedirla de la dirección que ocupaba en una importante firma de comunicación de Nueva York. Mientras Sacco volaba hacia Cape Town, una etiqueta, un hashtag, sobrevolaba Twitter: #yaaterrizójustine? Decenas de miles de personas esperaban el momento en que Justine, que tenía solo 170 seguidores cuando despegó de Londres, aterrizara en Sudáfrica y viera el lío en que se había metido. Un espontáneo fue al aeropuerto, fotografió a Sacco, con unas aparatosas gafas, pasmada, mirando la pantalla de su teléfono y la tuiteó con el siguiente mensaje: “Sí, de hecho Justine ha aterrizado en el aeropuerto de Ciudad del Cabo. Ha decidido disfrazarse con unas gafas oscuras”.

La vida de Justine Sacco quedó hecha trizas. Jon Ronson cuenta en su libro, a partir de una serie de conversaciones que tuvo con ella a su regreso a Nueva York, los detalles de su descenso a los infiernos. Sacco publicó un comentario racista e idiota, pero la penalización que se le impuso desde las redes sociales parece excesiva. Quizá, para empezar a establecer un marco civilizado de convivencia en Internet, habría que desterrar la idea de que eso que sucede en el ciberespacio es realidad virtual, y que, a pesar de su naturaleza intangible, debe ser considerada, tratada y legislada de la misma forma en que se hace con la dura, y muy tangible, realidad.