A las 21.26 hora peninsular española del jueves 30, tal y como habían planificado los responsables de control de la misión, la sonda espacial Messenger de la NASA se estrelló en el suelo de Mercurio, el planeta más interior y más pequeño del Sistema Solar. Tras más de cuatro años en órbita allí, la nave automática se había quedado sin combustible y la semana pasada recibió las órdenes pertinentes para ponerse en trayectoria de impacto contra el suelo. El choque, que debió producir un cráter de unos 15 ó 16 metros de diámetro, se produjo en la cara de Mercurio no visible desde la Tierra, por lo que la confirmación de la destrucción de la Messenger no se tuvo hasta las 21.40, cuando no se recibió su señal en el momento en que habría reaparecido por el borde de Mercurio de no haberse destruido. Fue en ese momento cuando los expertos del Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins, en Maryland, que desarrolló y controló esta misión por encargo de la NASA, dieron por concluido el vuelo de la Messenger. El impacto debió producirse cuando la nave, de casi media tonelada en la Tierra, iba a una velocidad de 14.000 kilómetros por hora.
“La Messenger seguirá proporcionando a los científicos una bonanza de nuevos resultados ahora que empezamos la nueva fase de la misión: el análisis de los emocionantes datos que ya están en los archivos para desvelar los misterios de Mercurio”, declaró John Grunsfeld director adjunto de la NASA para ciencia.
Dado que la nave, sin combustible, no podía efectuar las correcciones de órbita imprescindible para mantenerse mucho tiempo en vuelo, habría acabado chocando con la superficie de Mercurio pero incontroladamente, y los expertos prefirieron planear su suicidio en un momento exacto para tener la oportunidad, en el futuro, de buscar el cráter producido por el impacto y poder analizar el antes y el después del choque para intentar desvelar información acerca del terreno que habrá quedado expuesto. El jueves 30 los telescopios terrestres no pudieron presenciar el impacto al producirse en la cara de Mercurio no visible desde la Tierra y los observatorios en órbita no podían apuntarse hacia allí porque se habría dañado su óptica, dada la proximidad al Sol, explicó la NASA.
La sonda había enviado el mismo día 30 los últimos datos científicos e imágenes de Mercurio, que se recibieron a través de la antena de 70 metros de diámetro de la estación de Robledo de Chavela (en Madrid), de la Red de Espacio Profundo de la NASA, y de la estación de Goldstone (California), informa la agencia espacial estadounidense en un comunicado. Los operadores de la misión confirmaron que habían pasado, a las 21.04 horas, a recibir únicamente la escueta señal de radiobaliza de la sonda. Desde que se puso en órbita de Mercurio, el 17 de marzo de 2011, la Messenger dio 4.105 vueltas alrededor del pequeño planeta captando información científica. Solo una nave espacial, la Mariner 10, de la NASA, en 1974-75, se había aproximado antes a Mercurio. La siguiente misión prevista será la BepiColombo, de la Agencia Europea del Espacio (ESA), que debe partir en 2017 para llegar a su destino en 2024.
Entre los muchos logros de la Messenger, la NASA destaca que ha permitido determinar la composición de su superficie, revelar su historia geológica, descubrir su campo magnético interno y verificar que hay depósitos de agua helada en los cráteres de las regiones polares que están permanentemente a la sombra.
Un cuerpo similar al planeta Mercurio pudo ser uno de los ingredientes clave para que el núcleo de la Tierra incorporase en sus orígenes la fuente de energía responsable de la creación de su campo magnético, según ha revelado hoy la revista Nature.
Ese es el escenario descrito por los científicos de la universidad británica de Oxford Anke Wohlers y Bernard Wood en un estudio que presenta una «nueva receta» sobre la formación de nuestro planeta.
Este nuevo contexto también podría servir para explicar, según aseguran sus autores en el texto, porqué «la abundante presencia de ciertos elementos raros» hallados en el manto de la Tierra no encaja con las teorías vigentes hasta ahora sobre la formación del planeta.
En 2012, un equipo de científicos del Centro Nacional francés de Investigaciones Científicas (CNRS) informó de que había descubierto que la formación de la Tierra, contrariamente a lo pensado hasta entonces, no se produjo por la colisión de un solo tipo de meteoritos.
Meteoritos no metálicos podrían haber formado un núcleo terrestre rico en azufre capaz de albergar suficiente uranio y torio con los que alimentar la geodinamo
Tres años después, Wohlers y Woods sostienen que la corteza y el manto terrestre presentan una «ratio de metales raros» como el samario y el neodimio (Sm/Nd) más alta que el de la mayoría de meteoritos, a partir de los cuales se supone que «había crecido la Tierra».
En experimentos en los que han replicado las condiciones de la formación de la Tierra, los dos expertos observaron que la adición de meteoritos no metálicos (rocosos) y ricos en azufre, como los presentes en Mercurio, podrían haber provocado esa anomalía.
Estos meteoritos no metálicos, conocidos también como condritas de enstatita, podrían haber contribuido a la formación de un núcleo terrestre rico en azufre capaz de albergar suficiente uranio y torio con los que alimentar a la «geodinamo», la responsable de la existencia del campo magnético terrestre.
La dinamo desconocida
Estudios anteriores han tratado de explicar la alta ratio de Sm/Nd considerando la posibilidad de que exista un «depósito oculto» con una «ratio complementaria baja» en Sm/Nd en el manto terrestre o que ese material fuera despojado de la Tierra por colisiones.
Asimismo, recuerdan los autores, otros modelos basados en una Tierra «menos oxidada» y «baja en azufre» presentaron escenarios en los que elementos generadores de calor fueron incapaces de disolver un núcleo terrestre rico en hierro.
Los hallazgos de Wohlers y Woods parece que resuelven el «problema de la desconocida fuente de energía de la dinamo», según destaca en otro artículo publicado hoy en Nature por el científico Richard Carlson.
En su texto, titulado Una nueva receta sobre la formación de la Tierra, Carlson indica que sus experimentos exploran las consecuencias derivadas de la teoría que sugiere que «bloques de construcción» que crearon la Tierra cambiaron «sistemáticamente» su composición durante el proceso de formación.
«Sus resultados -dice- nos llevan a la intrigante conclusión de que si la formación de la Tierra comenzó con bloques de construcción muy reducidos químicamente, el núcleo metálico del planeta podría contener suficiente uranio para alimentar la convección que crea, y ha mantenido, el campo magnético de la Tierra durante más de 3.000 millones de años».