Una galaxia “extraordinariamente luminosa”, según la califican los científicos, y situada a más de 13.000 millones de años luz de distancia, ha sido descubierta por un equipo de investigadores de EE UU, Gran Bretaña y Holanda que ha logrado medirla y caracterizarla con exactitud. Se denomina EGS-zs8-1 y es la galaxia más lejana que se ha medido jamás, afirman los astrónomos, que han utilizado en este trabajo uno de los dos grandes telescopios Keck, de espejo de 10 metros de diámetro, situados en Mauna Kea (Hawai). Cuando la galaxia emitió la luz que ahora se capta en los observatorios terrestres, habían transcurrido solo unos 670 millones de años desde el Big Bang inicial (la edad actual del cosmos es de 13.800 millones de años, según los datos del telescopio espacial europeo Planck), señala Pascal Oesch, de la Universidad de Yale, líder del estudio. Con aproximadamente el cinco por ciento de su edad actual, “el universo era todavía muy joven”, añade. Pero “ya esa galaxia había acumulado una masa equivalente a más del 15% de la de la Vía Láctea hoy”. Y se estaban allí formando estrellas a un ritmo unas 80 veces superior al de nuestra galaxia actualmente.
NASA, ESA, P. Oesch and I. Momcheva (Yale University), and the 3D-HST and HUDF09/XDF Teams’);»> ampliar foto
«El récord anterior de distancia de una galaxia correspondía a 697 millones de años después del Big Bang, así que el nuevo récord significa sólo unos 30 millones de años más joven», explica Oesch a EL PAíS por correo electrónico. «Pero ha sido muy difícil, nos ha llevado un año y medio romper el récord anterior y, por ahora, solo conocemos un puñado de galaxias que estén a más 13.000 millones de años luz. Además, nuestro galaxia es más brillante y casi diez veces más masiva que la del récord anterior», recalca.
La galaxia de récord fue identificada inicialmente con los telescopios espaciales Hubble y Spitzer (de infrarrojo). Pero Oesch y sus colegas han logrado medirla con precisión gracias a un instrumento astronómico (el Mosfire, o Espectrógrafo Multiobjeto de Exploración en infrarrojo) del telescopio Keck I. «Nos permite estudiar varias galaxias al mismo tiempo, por lo que es mucho más eficaz que los instrumentos anteriores, con los que teníamos que estudiarlas de una en una», continúa Oesch. «Con el Mosfire podemos, por lo tanto, hacer observaciones mucho más profundas para un número mayor de galaxias en el mismo tiempo de observación, lo que nos permite detectar características más débiles que antes».
En cuanto a cómo de primitivas esperan los científicos que pueden llegar a ser las galaxias, cuándo empezarían a formarse en la historia del cosmos, el científico de la Universidad de Yale responde: «Esto se está investigando y es una cuestión en la que se trabaja muy activamente; sin embargo, los modelos teóricos predicen que las primeras galaxias en el universo se formarían alrededor de 200 o 300 millones de años tras el Big Bang». Lo que está claro, recuerda, es que las estrellas se formaron antes que las galaxias, que son colecciones de muchas estrellas unidas por las fuerzas gravitacionales. «Las primeras estrellas, de nuevo según los modelos teóricos, se formarían alrededor de 100 o 200 millones de años tras el Big Bang».
La medición de las galaxias a estas distancias extremas y la caracterización de sus propiedades es un gran objetivo de la astronomía para la próxima década, señala el observatorio Keck. Estas observaciones de EGS-zs8-1 corresponden a una época en que el universo estaba sufriendo cambios importantes: el hidrógeno intergaláctico pasaba de neutro a estar ionizado. “Parece que las estrellas jóvenes de las galaxias tempranas como EGS-zs8-1 fueron el motor principal de esa transición llamada reionización”, explica Rychard Bouwens, de la Universidad de Leiden (Holanda), coautor del trabajo.
Los investigadores recalcan que, por ahora, solo se han podido medir con precisión las distancias para un puñado de galaxias
“Uno de los descubrimientos más descollantes del Hubble y el Spitzer en los últimos años es el inesperado número de estas galaxias muy brillantes en una época próxima a cuando se formaron las primeras. Todavía no comprendemos del todo qué son y qué relación tienen con las muy abundantes galaxias débiles”, señala Garth Illingworth, profesor de astronomía de la Universidad de California en Santa Cruz en un comunicado de esta institución.
Como solo se han medido con precisión las distancias a unas pocas galaxias del universo primitivo, “cada confirmación añade otra pieza al rompecabezas de cómo las primeras generaciones de galaxias se formaron en el universo temprano”, añade, Pieter Van Dokkum (Universidad de Yale). “Solo los mayores telescopios son suficientemente potentes para llegar a esas distancias”.
Las observaciones de los objetos del universo primitivo realizadas con los observatorios Keck, Hubble y Spitzer, plantean nuevas preguntas, apuntan los científicos. Por un lado se confirma que existieron grandes galaxias en el cosmos temprano, pero sus propiedades físicas eran muy diferentes de las que actualmente se observan alrededor de la nuestra. “Los astrónomos ahora tienen una evidencia sólida de que los colores peculiares de las galaxias primitivas que se aprecian en las imágenes del Spitzer se deben a un rápido proceso formación de estrellas masivas jóvenes que interactúan con el gas primordial de esas galaxias”, señalan los expertos del Observatorio Keck.
En realidad, lo que los científicos determinan al hablar de distancia es un parámetro denominado corrimiento al rojo (z), que indica el desplazamiento de la luz emitida por la galaxia hacia mayores longitudes de onda del espectro electromagnético debido a que se está alejando en el universo en expansión. Así, cuanto más distante en el cosmos es el objeto celeste, mayor es su corrimiento al rojo, o z. Oesch y sus colegas han determinado para EGS-zs8-1 un valor de z de 7.73 (unos 670 millones de años después del big Bang), mientras que el récord anterior estaba en z = 7.50, es decir, unos 697 millones de años, señala Oesch, . Los investigadores presentan hoy oficialmente su investigación en la revista Astrophysical Journal Letters, y la habían adelantado en la web Arxiv.org.
Varios centenares de galaxias candidatas a distancias extremas han sido identificadas “gracias a la excepcional sensibilidad en el infrarrojo cercano de la cámara WFC3 del telescopio Hubble”, señalan los investigadores en su artículo. Pero “actualmente solo para un puñado de galaxias normales se han medido con certeza a z superior a 7”, añaden.
El Instituto Científico del Telescopio Espacial, en Baltimore (EE UU), que se encarga del Hubble y del futuro James Webb (JWST), que está en construcción, recalca que cuando este último se lance al espacio, en 2018, se abrirán enormes posibilidades de realizar emocionantes descubrimientos. “Además de desplazar la frontera cosmológica hacia tiempos aún más tempranos, el JWST será capaz de diseccionar la luz de la galaxia EGS-zs8-1 y proporcionará a los astrónomos muchos más detalles de sus propiedades.
¿Dónde está todo el mundo?, se preguntó el físico Enrico Fermi tras hacer un rápido cálculo mental sobre la enormidad del cosmos y la velocidad del avance tecnológico. Su cálculo le decía que las civilizaciones avanzadas debían estar ya aquí. Y no solo no han llegado a la Tierra, sino que hemos sido incapaces de encontrar sus signos en el cielo. El enigma se hace más profundo ahora con la primera exploración sistemática de 100.000 galaxias en busca de las huellas que cabría esperar de una supercivilización extraterrestre. Resultado: cero. La paradoja de Fermi sigue sin respuesta.
Los resultados negativos son la pesadilla de cualquier científico –por lo general ni siquiera se publican—, pero lo cierto es que son vitales en el desarrollo de muchas investigaciones: si los experimentos están bien hechos, indican que tu hipótesis está errando el tiro o que tu método de detección es inadecuado. Si en el nuevo estudio no aparece ninguna supercivilización, lo primero que hay que preguntarse es: ¿qué entienden los investigadores por una supercivilización?
“La idea”, explica el director del experimento, el astrofísico Jason Wright, de la universidad estatal de Pensilvania (Penn State), “es que, si una galaxia entera hubiera sido colonizada por una civilización avanzada, la energía producida por sus tecnologías sería detectable en el espectro infrarrojo medio”. Esa es la frecuencia que delata la inevitable disipación de calor que produce toda tecnología.
Wright y su equipo de la NASA y el Centro para Exopanetas y Mundos Habitables de la Penn State se han aprovechado de que un satélite de la NASA ya en uso para otros fines detecta justo esas frecuencias infrarrojas. Su nombre es Wise, por Wide-field infrared survey explorer (explorador de sondeo infrarrojo de campo ancho). Y, por una vez, publican los resultados negativos; lo hacen en el Astrophysical Journal del 15 de abril.
Imponer a una supercivilización el tipo de radiación que debe emitir su tecnología parece pretencioso en grado sumo, pero la hipótesis se basa en argumentos físicos respetables. Según una clasificación inventada hace medio siglo por el astrónomo ruso Nikolái Kardashev, y no impopular entre sus colegas, las civilizaciones deberían evolucionar en una escala de uno a tres: Las de tipo 1 usan la energía de su planeta; las de tipo 2 utilizan la de su estrella; y las de tipo 3 aprovechan la de todas las estrellas de su galaxia. En el fondo, el grado de evolución de una especie inteligente, como el de una comunidad de vecinos, se mide por su aprovechamiento de la energía solar.
Los humanos, por cierto, no llegamos ni al nivel 1 en la escala de Kardashev. El físico teórico Michio Kaku nos da un grado 0,7 como máximo: seguimos basando nuestra civilización en los combustibles fósiles, y apenas aprovechamos no ya la energía que emite nuestro sol, sino ni siquiera la ínfima parte de ella que incide sobre nuestro planeta. Somos el último mono en la escala de Kardashev. Qué vergüenza de especie.
“Si una civilización avanzada utiliza la vasta cantidad de energía de las estrellas de su galaxia”, sostiene Wright, “ya sea para alimentar sus ordenadores, sus naves espaciales, sus comunicaciones u otra cosa que no podamos ni imaginar, la termodinámica fundamental nos dice que esa energía debe irradiarse en forma de calor en las frecuencias infrarrojas; es la misma física fundamental que hace irradiar calor a tu ordenador”. El gran físico Freeman Dyson propuso la idea hace décadas, pero solo ahora ha sido técnicamente factible.
Entre las 100.000 galaxias examinadas por el telescopio espacial Wise, los investigadores han encontrado unas 50 que, en efecto, emiten más radiación infrarroja de lo habitual (véase foto). Pero no la suficiente: todas ellas pueden interpretarse en términos de procesos astrofísicos naturales, como la formación de estrellas. Nada realmente prometedor. O en palabras de Wright: “Ninguna de esas 100.000 galaxias está ampliamente poblada por una civilización extraterrestre que use la mayor parte de la energía estelar de su galaxia”.
El cálculo mental de Fermi fue más o menos así: si la Vía Láctea tiene unos de 200.000 millones de estrellas, muchas de ellas con planetas en órbita; y si algunos planetas caen en la zona habitable; y si en la Tierra surgió la vida, y después la inteligencia, lo mismo ha debido ocurrir en varios otros millones de planetas, y no ahora, sino hace miles de millones de años; para una civilización avanzada, colonizar la galaxia llevaría apenas unos millones de años. Luego los extraterrestres ya deberían estar aquí. ¿Dónde está todo el mundo?
Los datos más avanzados hasta el momento que han obtenido Wright, su equipo y el telescopio espacial Wise nos vuelven a dejar solos en la inmensidad del cosmos. Si las dimensiones del universo producen vértigo, nuestra soledad en ese espacio vasto solo puede conducir a la melancolía. No vuelvas a mirar al cielo nocturno si no estás preparado para soportarlo.
Sólo un puñado de personas en todo el mundo ha tenido el privilegio de mirarle cara a cara. En 1993, un equipo de espeleólogos buscaba nuevas cuevas cerca de Altamura, una ciudad de unos 70.000 habitantes en el sur de Italia, muy cerca del tacón de la bota que forma la península. Tras bajar por una chimenea vertical de unos 15 metros encontraron tres pasillos. El del centro tenía unos 20 metros de largo. Cuando entraron, las lámparas de carburo iluminaron las paredes cubiertas de huesos de animales atrapados entre estalactitas y estalagmitas. Al final del pasillo había una pequeña cámara donde, desde una columna de material calcáreo, los exploradores descubrieron la alucinante calavera del hombre de Altamura, uno de los fósiles humanos más espectaculares del mundo.
Los científicos que bajaron a la cueva siguiendo a los espeleólogos tomaron algunas fotografías, vídeos y describieron sucintamente el hallazgo. Probablemente, dijeron, se trataba de un hombre adulto que cayó a un pozo en el que había multitud de animales muertos. Sobrevivió a la caída, pero quedó paralizado y acabó muriéndose de hambre. No sabían de qué especie era ni tampoco cuándo vivió. Sí comprobaron que bajo el cráneo, también sepultados en una tumba de mineral, había muchos otros huesos del mismo individuo, imposibles de sacar sin dañar el extrañísimo conjunto.
Creemos que es el esqueleto más completo y antiguo de un neandertal
Poco después el hombre de Altamura se convirtió en un “monumento intocable”. Las autoridades locales y regionales decidieron restringir la entrada a la cueva de Lamalunga y el excepcional hallazgo cayó en el más injusto de los olvidos, recuerda Giorgio Manzi, investigador de la Universidad de Roma La Sapienza. Ahora, más de 20 años después del descubrimiento, este paleoantropólogo italiano lidera un nuevo proyecto científico para intentar averiguar quién era el hombre de Altamura.
Manzi y otros investigadores han vuelto a bajar a la cueva y, con la ayuda de un brazo robótico, han extraído un pequeño fragmento del omóplato del homínido. David Caramelli, experto en genética de la Universidad de Florencia y colaborador de Manzi, perforó el hueso con un taladro y envió un poco de polvo a su amigo Carles Lalueza-Fox. Este paleoantropólogo español había sido uno de los expertos capaces de secuenciar el genoma del neandertal y ahora debía intentar extraer algo de ADN de este fósil. Era un más difícil todavía pues, a juzgar por las pocas fotos y vídeos grabados del cráneo, este humano podía tener hasta 400.000 años, una eternidad que suele aniquilar todo rastro de material genético. Mientras, otro equipo de Australia analizó una de las pequeñas formaciones calcáreas que había encima del hueso para intentar datarlo.
Ministero dei beni e delle attività culturali e del turismo-Soprintendenza Archeologia della Puglia’);»> ampliar foto
Los resultados, publicados recientemente en el Journal of Human Evolution, arrojan unos resultados espectaculares. El hombre de Altamura vivió hace entre 130.000 y 172.000 años y su ADN demuestra que sin duda era un neandertal. “Creemos que es el esqueleto más completo y antiguo de un neandertal y además se trata del ADN más antiguo de esta especie que se ha obtenido nunca”, resalta Caramelli. La cueva ha actuado como una cápsula del tiempo, aunque aún no se sabe si podrá rescatarse suficiente ADN como para responder todas las preguntas que quedan abiertas.
La resurrección científica del hombre de Altamura también ha removido la cuestión de qué hacer con este tipo de hallazgos. Un océano de tiempo y el goteo lento del agua han cubierto parte del cráneo y el resto del esqueleto con pequeñas formaciones calcáreas en forma de coral hasta convertirlo en un ejemplar único. Los científicos creen que si se sacan los restos pueden responder muchas más preguntas sobre los neandertales, una especie tan cercana a la nuestra que llegamos a tener hijos fértiles con ellos antes de que se extinguieran, hace unos 30.000 años. Pero para hacerlo deben destruir parte del conjunto.
Manzi reconoce que hay políticos regionales y locales y también parte de la sociedad que siguen viendo al hombre de Altamura como un monumento y apoyan dejarlo tal y como está. A su equipo le interesa sobre todo el cráneo, que, por su antigüedad y conservación, es único en Europa. Pero para estudiarlo habría que extraerlo de la gran columna de calcita en la que está sepultado y después eliminar los bultos que lo recubren con un vibroincisor, un martillo hidráulico en miniatura que hay que manejar con destreza para no dañar el fósil y que no limpia del todo las impurezas, explica Antonio Rosas, experto en neandertales del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC). Para este experto, que también ha participado en el rescate de fósiles de neandertales asturianos para la secuenciación del genoma neandertal, “si se saca este fósil dejará de ser único” para convertirse en “un neandertal más”.
Los coordinadores científicos del proyecto no tienen dudas. “El único modo de conocer bien los restos es estudiarlos y para hacerlo hay que sacarlos”, resume Manzi. “Es posible extraer los huesos sin destruirlos, si no nos arriesgamos a pasar otros 20 años sin que la comunidad científica pueda estudiar estos restos y, peor aún, la cueva podría quedar cerrada por movimientos de tierra y los perderíamos para siempre”, expone Caramelli. La opción de convertir el yacimiento en un museo es imposible, dada su inaccesibilidad, por eso quieren sacar parte de los huesos y exhibirlos en un centro especializado en la misma Altamura.
Manzi y Caramelli ya tienen un plan detallado para estudiar el estado de conservación y microclima de la cueva y después extraer parte de los fósiles, siempre con el permiso de las autoridades locales y de la región de Puglia. No será antes de un año y quizás se tarden dos o más, pero es viable, dice Manzi. Al fin y al cabo, señala, el trabajo no es tan difícil como el que ya se ha hecho en Sudáfrica para rescatar a Little Foot, un fósil engastado en roca más dura que hace apenas unas semanas puso patas arriba el árbol genealógico de todos los humanos.