El beso de Lucas Pérez

Concreto, punzante, vertical, en cada acción suya hay como algo que se rasga, como si en cada una de sus jugadas guiase la pelota con el alma. Expansivo como es dentro y fuera del campo, si se juega al fútbol como se vive, Lucas Pérez Martínez (A Coruña, 1988) esparce sobre el verde jirones de pasión. Y cuando llega el gol la explosión suele culminar con un gesto cada vez más banalizado en el fútbol: el beso al escudo. Hay quien le llama tribunero por ello e incluso en el vestuario brotan las bromas ante tanto ardor, pero quizás sea algo más que un beso.

Coruñés, de barrio, siempre destacó de niño en el fútbol base de la ciudad. Nunca jugó en el Deportivo, que lo preseleccionó y lo descartó para jugar un torneo de Brunete cuando el club aún no tenía equipo alevín. Lucas despuntaba entonces en el Victoria, el equipo del que había partido en su día Amancio Amaro. Un club referencial en la ciudad del que muchos de sus compañeros sí dieron el salto al fútbol base blanquiazul. Ninguno de ellos llegó a ser profesional. Lucas sí, mediapunta con más carácter que sutileza. “Jugué con gente que tenía muchísimas condiciones, pero pienso que llegar es una cuestión mental, no sólo de talento”, explica. La cabeza debe funcionar cuando sin pelo en la cara hay que salir de casa para tratar de ser futbolista con una camiseta blanquiazul que no es la que soñaste de niño, cuando tras regresar de esa primera experiencia en el juvenil del Alavés vuelves a hacer el petate para irte a Madrid o para firmar con 22 años un contrato que te envía a vivir a Lviv, en Ucrania. “La sensación era que todos esos sitios estaban muy lejos… Miro atrás y no sé si se lo recomendaría a alguien, pero me movía la ilusión y querer crecer”.

Me gusta que me digan que soy un futbolista de la calle, de esos que siempre han jugado contra los mayores en los partidos del barrio

Lucas dio el salto lejos de sus sueños mientras en A Coruña se buscaban talentos en la cantera. Hay algo en esa suerte de buscarse la vida en un destino remoto que remite a su familia, a su abuelo y su padre, que durante años trabajaron en el mar, embarcados para pasar meses faenando en el Gran Sol, frente a la costa de Irlanda. “No creo que hubiese acabado ahí”, descarta. No sabe dónde estaría si no es por el fútbol, siempre en torno a la pelota y la competitividad que genera. “Con 16 años me fui a Vitoria a vivir en una residencia con más compañeros y una señora que nos cuidaba. Era una preselección de unos cuarenta chicos y quedamos dos: Pedro Oliva, un chico extremeño, y yo, pero poco después comenzaron todos los problemas con Piterman y decidí volver”, rememora. Era juvenil y despuntó unos meses en la Tercera División gallega antes de que de que le llegase una oferta del Atlético para jugar en su tercer equipo. José María Amorrortu, entonces responsable del fútbol base rojiblanco, le conocía de verle evolucionar por los campos vascos. Sin noticias del Deportivo, tomó la A-6. “Conocí un gran club que me ayudó a crecer. Y la Tercera era más dura que la gallega. Coincidí con gente como Yoel, ahora en el Everton, o Pulido, del Albacete. En mi segunda temporada lo jugué todo, pero me dijeron que mi perfil no era válido para subir al B y me fui al filial del Rayo”.

En Ucrania, en Lviv, me quitaron dinero que no me tenían que quitar, firmas contratos de aquella manera…

En Vallecas lideró al equipo en una inolvidable temporada que acabó en ascenso a Segunda B. Luego Pepe Mel le hizo debutar con el primer equipo, entonces en Segunda División. Y en enero de 2011 decidió aceptar una oferta del Karpaty Lviv, por una parte un error, por otro una experiencia, un Gran Sol futbolístico. “Me quitaron dinero que no me tenían que quitar, firmas contratos de aquella manera… No tienes la cobertura sindical que hay en España para el futbolista y convives con situaciones nada agradables que te afectan a ti y a compañeros muy cercanos porque allí estás lejos de todo y tienes que apoyarte en ellos. Yo me pensaría bien salir a según qué países. En Ucrania el 80% de la gente es pobre y el resto multimillonaria. Y el futbolista no puede estar en una burbuja porque ves el día a día en los autobuses, en la sanidad, en tantas cosas”. Partir de Lviv a Kiev, al histórico Dynamo, parecía un goloso caramelo, pero resultó agrio, cuatro meses sin jugar y una ansiada salida a Grecia, al PAOK de Salónica, que lo conocía bien tras un par de enfrentamientos en competición europea frente al Karpaty. Grecia ya era otro tipo de caladero. “Un país similar al nuestro, con un ambiente precioso para jugar al fútbol y una competición donde los grandes están al nivel de la Primera de aquí”. Disfrutó, se sintió importante y querido, pero siempre tuvo un ojo en casa, en aquella ilusión del niño descartado que se quedó a las puertas de Brunete. “Soy aficionado del Dépor porque amo mi ciudad, su cultura. Me gusta que me digan que soy un futbolista de la calle e identifico lo que es: sufrido, guerrero, peleón, con condiciones y calidad, que siempre ha jugado contra gente mayor en los partidos del barrio, que te metías a jugar y no te echaban porque podías jugar con ellos. Ese era yo”.

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Y así cuando llega el gol, cuando Lucas Pérez se agita y entra como en una especie de paroxismo, repara en que en el pecho lleva un escudo y se lo lleva a los labios. “A lo mejor hay mucha gente que no lo entiende, pero cuando lo hago estoy besando a mi ciudad, a la nostalgia que tuve de ella, al hecho de haber vivido cuatro años en el extranjero o dejar a mi familia y amigos cuando tenía 16 años”. Su deseo es que ese beso sea eterno, pero por mucho que haya amor, todo en el fútbol pasa por la chequera: el Deportivo deberá negociar por Lucas con el PAOK, al que le unen dos años más de contrato, una continuidad que en A Coruña todos, al fin, desean.

Reportaje de Canal + sobre Lucas Pérez / EL DÍA DESPUÉS

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